Cuando se abrió
el telón, la sala repleta quedó en silencio. En medio del escenario, sobre en
una silla y bajo una luz cenital blanca, Ricardo Sobral tenía sentado sobre su
rodilla derecha a Renzo. Mimetizados, el artista y su muñeco vestían iguales:
zapatos negros de charol, frac, moño negro y camisa blanca. Idénticos. Al
mirarlos de cerca o desde poca distancia, el público diferenciaba uno de otro solamente
por dos líneas negras, paralelas, que bajaban por la comisura de los labios, hacia
el mentón de Renzo. Era cautivante ver al ventrílocuo asombrar a los asistentes
con su juego de voces, con los movimientos leves y mecánicos de la marioneta,
pero sobre todas las cosas, por los gestos y las pausas con las que marcaba el
ritmo del espectáculo. Era un show insuperable. A los lados y detrás los artistas, un juego
de espejos dejaba ver, a propósito, la mano derecha de Ricardo Sobral que se
hundía por un agujero en la espalda Renzo, como si fuera un pozo por el cual
brotaba la magia teatral. Desde allí, toda fantasía se transformaba en
realidad. Las risas, la desmesura y los aplausos de los concurrentes marcaban
el éxito total de la función, que nadaba veloz entre reflexiones y ocurrencias.
Se podían ver lágrimas en las mejillas del público y en sus rostros, la
felicidad de haber obtenido lo que buscaban cuando decidieron entrar al teatro.
Al final del show, llegaron los aplausos, las aclamaciones y los gritos de
aprobación durante varios minutos. Los personajes, desde el escenario, saludaban
con pequeñas reverencias a intervalos regulares, agradeciendo la euforia
generalizada. Sin cambiar su postura erguida, Ricardo Sobral agradecía con voz
pausada y potente, al tiempo que su compañero, en un delicado y lento
movimiento, bajaba la cabeza hasta dejar fijo el mentón contra el pecho. Era
una simbiosis perfecta y en un espectáculo sublime, el ventrílocuo y su muñeco habían
atravesado las barreras de la realidad y de la fantasía. Con arte y maestría se
lograba ocultar el artificio durante más de dos horas de show. Y quizás, como
tantas veces en la vida, la bofetada impiadosa de una mentira, marcaba la cara
de todos los asistentes. Verdad y embuste disueltos por la seducción de un ejecutante
virtuoso. El telón púrpura se cerró separando al artista del público, que de pie
lo despedía con un aplauso estruendoso y duradero. Aún iluminado por el foco en
el escenario, Renzo dejó la falda de su muñeco. Se quitó de la espalda la mano
inanimada. Dobló por la cintura el cuerpo inerte de Gonzalo Sobral y lo acomodó
bajo su brazo izquierdo. Caminó rumbo al camarín, mientras que con un pañuelo
húmedo, iba borrando de su cara las marcas negras dibujadas en la comisura de
sus labios.
fino.
Del libro: El Gen de la Bestia
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