lunes, 27 de abril de 2020

Detrás del telón.


                                                               




Cuando se abrió el telón, la sala repleta quedó en silencio. En medio del escenario, sobre en una silla y bajo una luz cenital blanca, Ricardo Sobral tenía sentado sobre su rodilla derecha a Renzo. Mimetizados, el artista y su muñeco vestían iguales: zapatos negros de charol, frac, moño negro y camisa blanca. Idénticos. Al mirarlos de cerca o desde poca distancia, el público diferenciaba uno de otro solamente por dos líneas negras, paralelas, que bajaban por la comisura de los labios, hacia el mentón de Renzo. Era cautivante ver al ventrílocuo asombrar a los asistentes con su juego de voces, con los movimientos leves y mecánicos de la marioneta, pero sobre todas las cosas, por los gestos y las pausas con las que marcaba el ritmo del espectáculo. Era un show insuperable. A los lados y detrás los artistas, un juego de espejos dejaba ver, a propósito, la mano derecha de Ricardo Sobral que se hundía por un agujero en la espalda Renzo, como si fuera un pozo por el cual brotaba la magia teatral. Desde allí, toda fantasía se transformaba en realidad. Las risas, la desmesura y los aplausos de los concurrentes marcaban el éxito total de la función, que nadaba veloz entre reflexiones y ocurrencias. Se podían ver lágrimas en las mejillas del público y en sus rostros, la felicidad de haber obtenido lo que buscaban cuando decidieron entrar al teatro. Al final del show, llegaron los aplausos, las aclamaciones y los gritos de aprobación durante varios minutos. Los personajes, desde el escenario, saludaban con pequeñas reverencias a intervalos regulares, agradeciendo la euforia generalizada. Sin cambiar su postura erguida, Ricardo Sobral agradecía con voz pausada y potente, al tiempo que su compañero, en un delicado y lento movimiento, bajaba la cabeza hasta dejar fijo el mentón contra el pecho. Era una simbiosis perfecta y en un espectáculo sublime, el ventrílocuo y su muñeco habían atravesado las barreras de la realidad y de la fantasía. Con arte y maestría se lograba ocultar el artificio durante más de dos horas de show. Y quizás, como tantas veces en la vida, la bofetada impiadosa de una mentira, marcaba la cara de todos los asistentes. Verdad y embuste disueltos por la seducción de un ejecutante virtuoso. El telón púrpura se cerró separando al artista del público, que de pie lo despedía con un aplauso estruendoso y duradero. Aún iluminado por el foco en el escenario, Renzo dejó la falda de su muñeco. Se quitó de la espalda la mano inanimada. Dobló por la cintura el cuerpo inerte de Gonzalo Sobral y lo acomodó bajo su brazo izquierdo. Caminó rumbo al camarín, mientras que con un pañuelo húmedo, iba borrando de su cara las marcas negras dibujadas en la comisura de sus labios.
                                        
fino.
 
Del libro: El Gen de la Bestia

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