Junto con el lápiz levantó la vista de las hojas escritas. Cedió ante la angustia y la frustración rompiendo el lápiz por la mitad y tirándolo por la ventana abierta. Bebió un largo trago de agua mineral con gas helada y se llevó las manos a la cabeza. El libro estaba terminado. Lentamente dejó escapar un suspiro profundo, llevaba más de dos años escribiéndolo. El dolor quemaba, le perforaba el pecho haciéndo que le ardieran los ojos. ¿Era necesario escribir desde la tripas contado historia de perdedores y seres rotos?. ¿Era necesario fundirse dentro de un montón de hojas en blanco para ponerle voz al suplicio de los que tienen poco o casi nada?. Nunca se lo había preguntado, aunque se sintiese como ahora se sentía. Hacía tiempo que no prestaba atención a las críticas sobre su trabajo, ni a quienes no le daban tregua insistiendo en que solo escribía basura y que solo se encargaba de remover inmundicias, haciendo apología de malvivientes y seres indeseables. Se levantó de su escritorio, caminó hasta la ventana y miró la calle desolada. Eran cerca de las cinco de la madrugada. Un hurgador se zambullía dentro de un contenedor de basura procurando rescatar algo de comida entre los desperdicios. El trueno de una moto avanzando a más cien kilómetros por hora y con escape abierto, atravesó el silencio de la madrugada. Volvió a tomar agua mientras que con la palma de su mano derecha intentaba aplacar la puntada que se apoderaba del lado izquierdo de su pecho. Tal vez era el precio que tenía que pagar por hacer lo que quería,mostrar la oscuridad de los caídos en desgracia y que muchas otras personas, ocultas tras la inmediatez y el confort, no deseaban ni querían ver en su camino. Para ellos era mejor sumergirse en el mar de cualquier droga legal intentando ser felices todo el tiempo. Sabía que no alcanzaba con esquivar el barro y las llagas. Le comenzó a doler la cabeza, fue hasta el baño, sacó del botiquín un blister de analgésicos de seiscientos miligramos. Tomó dos. Pudo atenuar el ardor de sus ojos al ponerse los lentes, pero no pudo evitar que algunas lágrimas se le escaparan mejillas abajo. Juntó todas las hojas escritas, las puso dentro de un sobre de manila amarillo y con un marcador grueso escribió con grandes letras el nombre de su editora. Lo cerró. Sentía sobre su cabeza el peso de una roca, desistió de la idea de poner música y dejó que la madrugada se metiese otra vez en la habitación en lugar de salir a enfrentarla en su origen. Se recostó sobre el sillón, cerró los ojos, intentó despejarse, descansar y no pensar. Era imposible, sus propias palabras volvían a encasillarlo, estaba preso de las palabras. Estaba extenuado, buscaría, de ahora en más, dejar otro tipo de mensaje, no causar más desconsuelo y tormento a los lectores. ¿Ellos agradecerían?. Su editorial lo odiaría, seguro. Después de un una hora, el dolor comenzó a ceder y decidió que lo mejor sería cambiar de rumbo literario, modificar el punto de vista, respiró la necesidad de no seguir escarbando las heridas de wanderland. Le costaba discernir en qué lugar estaba viviendo. ¿Era la puta isla de la fantasía? Era inútil, a sus pies, en el suelo, un diario vomitaba titulares escandalosos de un mundo escandaloso, cifras de muertos por la guerra y la violencia, por inundaciones o empujados por la peste. Pronto saldría el sol, los pájaros seguramente cantarían y los niños irían de la mano de sus madres y padres rumbo a las escuelas. La mega industria dejaría de contaminar el planeta y este, en agradecimiento, no volvería a convulsionar desencadenando tsunamis, huracanes, erupciones volcánicas o sequías. Se volverían a repartir peces y panes.
Como música de fondo sirenas policiales sonaban a lo lejos augurando otro titular mañanero, o no. Era probable que no. Ya no quería sentirse así. El teléfono sonó. Decidió no atender y dejó que se apagara el sonido en la insistencia de quien estaba llamando. Estas no eran horas y él estaba atravesando el siglo XXI sumido en el túnel oscuro de un cambio. Desde la calle llegaban más ruidos, vidrios rotos, autos derrapando a toda velocidad, cataratas de disparos y gritos que se metían frenéticos por todas las hendijas de su sala oscura. Volvía la miseria mental y el maldito dolor a perforarle el pecho. Si, debía cambiar. Solamente era el aire de la noche. El mundo no era tan atroz. No había caras ocultas, ni mentiras, era un espejismo. En alas de un impulso frenético se volcó sobre la silla de su escritorio, esta vez eligió una lapicera y se puso a escribir envuelto en un torbellino creativo: “Alicia empezaba ya a cansarse de estar sentada con su hermana a la orilla del río, sin tener nada que hacer: había echado un par de ojeadas al libro que su hermana estaba leyendo, pero no tenía dibujos ni diálogos. «¿Y de qué sirve un libro sin dibujos ni diálogos?...” **
Sin dejar de escribir, bebió un largo sorbo de su agua con gas, dejo el vaso, respiró profundo y mientras sonreía desde sus ojos comenzaron a caer otras lágrimas, apenas saladas, perfumadas.
(** Gracias Lewis Carroll)
fino. Del libro: Mil Bares.
Mùsica de fondo: Mundo agradable - Serú Giràn.
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