jueves, 7 de marzo de 2024

Despedida.

 

                                          

             

Juliana caminaba flotando en el aire, así borraba sus pasos, sus huellas. Tenía una despedida colgada en la comisura de los labios como una mueca triste. Los barcos dejaban el puerto rumbo al cielo, y las lágrimas sus ojos. Nada ni nadie podía evitar que eso sucediera, sobre todo cuando Sebastián le dio la espalda. Sintió un leve salto en el corazón. La respiración se le había cortado cuando comenzó a decir lo que sentía, lo que debía decir. Su mundo había dejado de girar, la luz del día había perdido su intensidad, y el agua y el amor y casi todo lo que conocía desapareció con la última consonante que salió de su boca.

- No quiero verte más Sebastián.

- Como quieras. Espero estés segura de lo que haces.

Ella miró como él desaparecía entre la gente que subía al barco para cruzar el río hasta Buenos Aires. En Montevideo caía la tarde y una lluvia negra sobre los hombros de Juliana. Ella respiró por respirar, sin la urgencia de la necesidad vital. Después de muchos días de insomnio y dolor, ella respiró, y le dio la espalda a los temores, a las dudas y poco a poco, a medida que caminaba por las calles que la sacaban del puerto, los colores que había dejado atrás hacía muchísimo tiempo volvían a aparecer. Los santos colores brillantes volvían a invadir sus mejillas, su cuerpo. Hasta ese momento Juliana había sido un punto sin color en el firmamento, una luz opaca al final de todas sus tardes.

Por las calles del bajo, la fauna descontrolada caminaba rugosa e insensible, consumiendo los pocos nutrientes que le quedaban al aire. Ya no había válvula de escape. Solo podía pensar en acariciar tigres mientras dormían. Sentía que así se burlaba del suicidio que había intentado golpear a su puerta con la intención, abrumadora, de tirarla abajo. En su sopor, las voces le llegaban como olas. Volvía a quedar cara a cara con sus palabras, con sus desiertos. No alcanzaba con volar como los presos, pues los pies sobre la tierra le pesaban demasiado. Se le achicaban los tiempos para masticar, debía tragar de costado las porciones insuficientes de la proteína del dolor. No tenía tiempo para repetirse. En el horizonte, una sombra verde y naranja subía en espiral, sin alas, sin disfraz. Estaba tan perdida y pesada que no sentía las manos, el campo gravitatorio de sus ojos no encontraban reloj ni teléfono. Atravesó así su tormenta con lo poco que le quedaba de claridad en la mirada. Decidió tomar un café, aclarar los pensamientos, la distancia, los paisajes y las leyendas.

Era hora de dejar de nadar en lava. Se metió en un bar y fue su luz la que iluminó la tristeza que respiraban quienes estaban adentro. Pidió un café doble y cargado. Se vio rodeada de pobres diablos con dinero, analfabetos que no sabían, ni podían leer el rostro de una dama. A Juliana no le importó nada el clima denso del bar y se acomodó en su silla mirando las grúas inmensas y los contenedores que inundaban los caminos internos del puerto. Ella estaba sobrevolándolo todo, había logrado despegar, iba perdiéndose en el mar como dentro de un caracol.

Era capaz de dar todo por terminado, no volvería a soportar más el peso de caminar desconfiada mirando hacia atrás. Las cosas recuperaban su valor. Sin violencia, sin fracaso, sin el dolor de la soledad impura. La máscara que la separaba de todos había desaparecido, como la espalda de Sebastián. Ya no quería enderezar los cuadros torcidos, ni seguir escribiendo su apodo en los baños de los bares. Todo en ella se teñía de rojo. Cuando se termina hablando de más, seguramente, se termina mintiendo, pensó.

 (Porque no prueban una noche cuando lleguen a su casa
  no haya nadie y el teléfono no suena ¿A ver qué pasa?- 
Fito Páez)

 

 fino.       Collage: Lyli Gar.

 Múisca: Bailando hasta que se vaya la noche . Fito Páez.

 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario