-Gustavo. Gustavo. Es hora de levantarse - resonó la voz inconfundible del tío Alberto en el cuarto a oscuras. Me tiré de la cama, la hora y el día marcado habían llegado. Más rápido que volando me calcé los pantalones vaqueros sobre la bermuda de baño, me puse las medias, los championes, el buzo azul y la campera para la lluvia a pesar de que estábamos en pleno verano. En un abrir y cerrar de ojos ya estaba en la cocina sentado a la mesa frente a una taza humeante de café con leche y unas tortas fritas que habían quedado del día anterior, toda una delicia para un niño de diez años recién levantado. En la cocina, mis tíos hacían los últimos aprontes, nos íbamos de pesca. Eran cerca de las cinco y media de la mañana, todavía el cielo estaba negro y estrellado, el olor fresco del rocío sobre el pasto y la arena llenaron mis pulmones al abrir la puerta del fondo de la casa en la playa. El tío Alberto y el tío Andrés, entre mates y café con leche, sacaban las almejas de la heladera, aprontaban las cañas y la valija de pesca. Yo, como buen peón primerizo, prestaba atención a todo y observaba cada detalle del ritual, cada forma, cada movimiento. El celo de los pescadores debe respetarse como a la bandera.
-Lleva la valija y los morrales hasta la camioneta – me pidió el tío Alberto.
-Si tío –respondí presuroso y excitado.
Ellos, los mayores, como siempre, se encargaba de cuidar, aprontar y manipular el tesoro: las cañas y los reels. En un par de viajes, desde la cocina hasta el fondo, todo el equipaje de pesca quedó acomodado en la parte trasera de la camioneta Commer marroncita, orgullo del tío Alberto.
-¡Tonny! ¡Tonny! –llamó el tío Alberto y ni bien terminó de pronunciar la última “y” apareció a toda carrera entre la ligustrina y los pinos del patio trasero el perrito negro. El Tonny volvía de quién sabe qué aventura nocturna, a fin de cuentas todos estábamos para disfrutar del verano y de las vacaciones en La Floresta.
El tío Andrés cerró la puerta de la cocina que daba hacia el fondo, y nos fuimos en silencio dejando al resto de la familia en pleno descanso. Mis tíos, el Tonny y yo subimos a la camioneta y partimos hacia la costa con las primeras luces del alba. Viajamos unos veinte minutos hasta la zona más alejada de la playa, la más tranquila y donde los bañistas casi no llegaban. Descargamos el equipaje, bajamos por la precaria escalera de madera en medio de los barrancos. Caminamos unos cuarenta metros hasta llegar a la orilla junto al espigón que, altanero y poderoso, se adentraba en el mar. El mejor lugar, el mejor pesquero, la zona de pique, como le gustaba decir a Andrés que, luego de años de experiencia y búsqueda, había llegado a dicha conclusión. Otro misterio develado para acrecentar mi propia caja de pesca, que hasta el momento solo tenía unos pocos anzuelos, algunos metros de tanza y muchísimas ilusiones. Esa mañana había poco viento pero no estaba frío, la marea parecía alta y solo se escuchaba el ruido de las olas rompiendo en la arena y contra el espigón. El Tonny ladraba y correteaba por la arena mojada persiguiendo quién sabe qué tipo de seres imaginarios en un constante ir y venir entre nuestras piernas y la arena mojada.
-Tonny, para un poco. Me vas a ahuyentar la pesca ¿Qué querés, que hoy no comamos pescado? –protestó el tío Alberto en tono de broma, mientras el tío Andrés encendía el primer cigarrillo del día.
Y así, con los primeros rayos de sol rompiendo en el horizonte comenzó el ritual. El tío Alberto abrió la caja de pesca, eligió un par de líneas de tanza mediana con tres anzuelos, ya empatillados, cada una. Dos anzuelos grandes, uno arriba, otro abajo y en el medio uno mediano para cubrir todas las posibilidades de pesca, alguna pieza chica o algo de mayor tamaño. El tío Andrés hacía lo propio pero a una velocidad más acorde con su carácter, tomándose todo el tiempo del mundo.
-Decime ¿Qué plomada ponemos para pescar acá en la playa? –me preguntó el tío Andrés.
-¿Hay rocas en este lado de la playa tío? –pregunté.
-No. No hay -respondió.
-Entonces esa que es como un triángulo, para que se clave en la arena y no la arrastre la corriente –dije muy seguro.
-Bien. Muuuy bien –dijo el tío Alberto al tiempo que mi otro tío sonreía orgulloso. Automáticamente se me infló el pecho de orgullo –Me parece que hoy vas a dejar la playa sin un solo pez, mira que nosotros también queremos sacar algo.
La sonrisa de felicidad en mi cara fue tan elocuente que ahí mismo todos comenzamos a reír contagiándonos al instante. El tío Alberto terminó de armar las dos cañas y abrió el paquete con las almejas que servirían de carnada. Sacó el cuchillo, la tablita de madera y abrió unas almejas por la ranura que tienen entre las valvas. Cortó en pequeños pedazos el manto de las almejas y encarnó cada uno de los anzuelos. Se limpió las manos con el trapo que prolijamente llevaba siempre asomando en el bolsillo de su short. Así quedó todo listo para comenzar la aventura.
El tío Alberto ya había lanzado su reel cuando el tío Andrés me pasó la caña chica, mientras que me repetía por milésima vez la formula correcta del lanzamiento, los cuidados que debía tener y, sobre todo, que no dudara ni un segundo al momento de lanzar la línea al agua. Tomé la caña de la manera más natural posible, mientras que por dentro temblaba como tiritando de frío. El gran momento había llegado. Me acerqué a la orilla bajo la atenta y supervisora mirada de mis tíos. Me pare sobre la arena mojada, afirmé mi postura separando las piernas, puse mi pie izquierdo un poco más adelantado que el derecho. Llevé la caña hacia atrás sobre mi hombro derecho, calcé la mano izquierda sobre la parte baja de la empuñadura de la caña. Afirmé la mano derecha junto a la base del reel y con el pulgar de dicha mano, aflojé el seguro. Trabe el carrete con ese mismo pulgar. Tome valor y con un movimiento rápido, seco y seguro, dejé escapar la línea que junto al peso de la plomada dibujo una parábola perfecta en el aire incrustándose en el mar a unos cincuenta metros de mis pies.
-Buena cheee –dijo el tío Alberto y me hizo sentir tan orgulloso y vencedor como aquella vez que atajé un penal frente a todos los vecinos en la canchita del barrio.
-Te dije que lo íbamos a sacar bueno –gritó el tío Andrés escondido tras el humo de su cigarrillo que no se descolgaba de sus labios finos.
Allí estaba yo, sonriente, expectante, luego de tres días de intensas practicas arrojando y recogiendo mil veces la línea sobre la arena, lejos del mar, intentando ganarme el derecho. Tres días donde solo había escuchado a mis tíos alternándose al decir: “Para aprender a pescar, hay pasos que se deben respetar. Y sobre todo practicar, practicar mucho. Hay que saber como tirar, como recoger y los cuidados que hay que tener con los anzuelos. Mirá si te clavas uno, como le explicamos a la Martha. No, no es fácil”.
Pero yo, ya lo había logrado. Estaba pescando. Ahora lo que venía era esperar. La pose de pecador experto y esa mezcla de calma y ansiedad, ya las tenía incorporadas de tanto mirarlos pescar. Yo disimulaba la inquietud mirando hacia el punto exacto donde se metía la tanza en el mar. La paciencia del pescador, observar, imaginar que sucede bajo el agua. Mi cabeza viajaba lenta y segura. La espera se transformó en repaso de las tablas, en recordar los chistes del tío Andrés en el asado de la noche anterior, en idear una táctica para ganar el partido de paleta contra el tío Alberto, o en cómo hacer para ganar el pozo gigantesco de la conga familiar de cada noche. Solo necesitaba paciencia y aguardar que una boca hambrienta mordiera el anzuelo. Paciencia, solo necesitaba paciencia. A pocos metros, el tío Alberto me hacía saber con un gesto muy particular de su boca que una probable pieza jugueteaba con su carnada sin morderla totalmente. El, a menudo, solía hacer ese gesto como tirando besos al aire y cuando lo hacía, al ratito pegaba un tirón hacia atrás con la caña y comenzaba a recoger la línea y generalmente aparecía en la orilla el lomo plateado e inquieto de un pez que con movimientos espasmódicos sobre la arena trataba de desprenderse del anzuelo y de su final. Y esta vez también lo hizo y una hermosa burriqueta de casi medio metro pasó a formar parte de la pila de pescados que ocultábamos en un pozo, lejos de la vista de otros pescadores curiosos. El Tonny correteaba ladrando y festejando el logro de su dueño. El tío Andrés miró la pesca de Alberto y en silencio, seguramente la comparaba con las otras cinco que el ya había sacado antes, pero que por su modestia traída de fábrica le impedía jactarse. Otro código de honor para la lista. Los tíos hablaban del posible acompañamiento de los manjares que habían capturado, cuando sentí en mi propia línea el tirón en la tanza que reposaba sobre mi dedo índice. Un cosquilleo y otro tirón más fuerte después. Ahí fui yo quien pegó un tirón con la caña hacia atrás, aflojé un poco la línea y esperé un segundo, recogí lentamente y ¡ZAS! , sentí otra vez el tirón en la otra punta de la línea y si… la presa estaba enganchada. Las palpitaciones de mi corazón fueron en aumento y el nerviosismo se mezcló con la excitación de lo hazañoso.
-Tranquilo, tranquilo –me dijo el tío Andrés al ver mi reacción ante tan maravilloso evento.
-¡Pero m´hijo, pssss! Acordaté lo que hablamos –dijo el tío Alberto.
Y así fue. Repasé mentalmente paso a paso cada consejo y recordé cada día que los miraba pescar y yo deseando hacerlo. El Tonny comenzó a saltar a mis pies como si supiera lo que estaba naciendo dentro de mí, y yo creo que lo sabía. Respiré profundo, comencé a recoger la línea con calma y de manera firme para no entreverar la tanza y evitar una futura galleta, como los tíos me habían enseñado. El momento anhelado se completaba. El círculo cerraba de una manera perfecta. Así lo pude comprobar cuando al romper la ola, entre un amasijo de arena mojada, agua y restos de espuma, vi el lomo de un gigantesco pez de unos quince centímetros de largo y unos ojos grandes como el sol anaranjado que ya se había separado del horizonte.
fino.
Abril 2021.
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