lunes, 7 de septiembre de 2020

Puertas del hambre.


En plena madrugada despertó por el ruido de sus tripas crujiendo y quemándole el abdomen. Le había costado una enormidad conciliar el sueño con los fantasmas del hambre azotándola como un temporal. No era por falta de comida, era por venganza, por demostrar que si quería, podía cambiar. Esa noche Maribel se había acostado temprano, como lo venía haciendo desde que, embarcada en su revolución, no iba a la facultad. Ya habían pasado tres meses y la dieta suicida en la que se había embarcado estaba enloqueciéndola. Una fruta a la mañana, ensalada y un huevo duro al medio día. Otra fruta o yogurt descremado a la tarde y un tazón con sopa de verduras en la cena. El mate era insustituible, un compañero inseparable durante todo el día en su encierro voluntario. En el primer mes creyó enloquecer. Por su cabeza desfilaban todos los manjares imaginables. Se flagelaba en batallas mentales contra las delicias más sublimes, contra las más terrenales, al tal punto que una tarde se encontró llorando sentada en el suelo contra un rincón, pensando en una mísera rodaja de pan. Ella sufría, pero más sufría recordando las burlas, los desplantes de sus compañeros de clase cada vez que tenían oportunidad. Sufría con el golpeteo de los adjetivos que la ofendían desde que tenía uso de razón, hasta que un agobio incesante comenzó a marginarla. Sufría. El aislamiento y el dolor en sus entrañas eran apenas zumbidos de moscardones revoloteándole en los oídos. Nadie la había visto desde entonces, para todos ella estaba de viaje. El pedido de las comparas le llegaban a la puerta, y no había vuelto a vestirse con sus ropas de siempre. Una bata de color azul era su abrigo y su piel. Pero hoy, era el último día. La última noche. Al llegar la mañana descubriría todos los espejos, quitaría las telas con las que se había ocultado de su propio reflejo.

En la mañana se subiría a la balanza y esperaba encontrarse con un muevo ser.

A las tres de la madrugada decidió tomar una pastilla para dormir. Estaba nerviosa y temblaba de frío. Las entrañas le quemaban y no era por hambre, simplemente era ansiedad. Cuando despertó, el reloj marcaba las cuatro de la tarde. Fue directamente hacia el baño, se metió en la ducha y mientras se enjabonaba comprendió que había perdido toda referencia de su cuerpo. No podía comparar, no encontraba diferencias ni similitudes, dudaba de todos sus cálculos y conclusiones. Lentamente se secó el pelo y la piel. Se quedó desnuda. Caminó hasta el ropero y desde cajonera de la primera puerta sacó la balanza, y luego de retirarla de su caja, la apoyó en el suelo. Sin subirse, Maribel miró la aguja marcando cero en medio de sus pies descalzos, respiró profundamente y dio el paso que durante meses había esperado. Al observar el resultado, no sintió alegría, ni ganas de reír o de gritar. Lo que vio no le impactó como lo había soñado más de mil veces. Era como estar en el fondo de una piscina, en el fondo del mar. Era un vacío dulce, silencioso y mezquino. No pensó nada. No pensó en las burlas, ni en las risotadas de la intolerancia. Recordó su insomnio y su sacrificio para poder encajar en un mundo donde prevalece la idiotez. Bebió la sal de su llanto y desenterró una sonrisa desde lo más profundo de su alma. Sintió felicidad. Sintió vergüenza ajena.

 

fino.

Agosto 2020.

 

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