El taxi se movía lento. Cientos de personas por ambos lados de la calle y sobre las aceras, caminaban tan lento o más que ese coche. Él, desde la ventanilla, abanicaba el tedio mirando los edificios, los colores, vidrieras y carteles luminosos. Un frío gris en cuentagotas comenzaba a parir la noche. Buscó con la mirada algún punto de referencia y le explotó en la cara como una tormenta repentina, una gigantografía. Era la propaganda de un perfume que, congelada en la pared de un edificio comercial, ocupaba su horizonte inmediato a unos cien metros de su cara. Pero no se centró en la belleza de la chica del anuncio, ni en la forma sinuosa del envase ambarino, se vio imantado en la profundidad de los ojos verdes, apenas delineados, de esa mujer. Allá arriba, a lo lejos, esos ojos como dos lunas de jade lo estaban encandilando. El taxi apenas avanzaba, apenas. ¿Que detenía todo más adelante? ¿Un choque? ¿Un cuerpo sobre el pavimento? ¿Una manifestación? El motivo no importaba, pero el taxi apenas se movía. Pagó, agradeció y se bajó. Parado en la vereda lo envolvió un silencio profundo y total. Volvió a mirar la foto y distinguió una forma dentro de esos ojos, unos dibujos extraños en las pupilas que hacían foco en el iris verdemar. Esos diseños difusos lo atarían hacia el núcleo, no podía mirar otra cosa. Comenzó a caminar por la acera entreverándose con la gente que iba acelerando el paso mientras, otra vez, él apenas avanzaba. Lo pisaban, lo pechaban, lo empujaban corriéndolo de su centro, él mantenía su mirada negra azabache clavada en aquella otra mirada, allá arriba, a noventa metros de distancia. La multitud a contramano lo sacudía hacia adelante y hacia atrás con la velocidad invasiva de los suicidas, era un junco semi anclado al fondo de una laguna. El viento a ras del suelo y aquellos ojos verdes que parecían llorar lo llamaban en secreto. La noche caía sobre la calle, y sobre todas las calles, idénticas, calcadas, y las luces aumentaban su brillo anunciando la oscuridad total del cielo. A pesar de todas las puertas abiertas y de todas las caras iguales, las almas se iban encerrando en si mismas sin que importase el gentío. Se coló por sus oídos y por el silencio que lo envolvía desde antes, un susurro apenas audible, un canto de sirena. Allá arriba, a noventa metros, las imágenes dentro aquel cielo verde iban mutando en círculos y mareas fugaces. Fue creciendo el murmullo y las voces y la avenida redoblaba el tiempo en los pasos vertiginosos de los otros. Un sabor amargo brotó dentro de su boca y se mezcló con la espuma de su saliva, que contuvo y trago sin asco, como tantas otras veces después de las frustraciones y de los fracasos. Sintió que se despegaba del suelo y atravesaba el espacio, devorando la distancia que lo alejaba de aquellas retinas y mientras se consumían las fronteras, el se iba hundiendo en un humor acuoso, en un instante perdido del mundo. Y se vio nadando por canales adversos y por cristalinos inundados de luces verdes fosforescentes. Estaba naciendo, volviendo al océano vítreo y esmeralda de todas las cosas sin nombre, de las preguntas más simples e inocentes de la infancia. Su piel se desmaterializaba en pequeños jirones plateados y lisos al contacto leve con la fricción rugosa del agua. Abajo, las cabezas y los brazos de los cardúmenes apáticos parecían presas, listas para devorar y ser devoradas. Olas apretadas en un fluir presuroso que no calmaban la angustia de toda esa gente y que sostenían obstinadas sus mentes de pez. El dejaba de ser así, se desprendía de las urgencias y de las palabras dichas por decir. Allá abajo, todos en uno, uno dentro de todos, y eran, y fingían ser, y no estaban fingiendo estar. El nadaba calmo, lento, consumiendo horas dentro de un segundo, a solo noventa metros, se iba apagando, iba desapareciendo. Un aroma a primavera lo acercó a la orilla, los ruidos de las frenadas y los bocinazos terminaron de dejarlo parado otra vez en la calle. Pero el sólo deseaba volar, para poder caer y volver a levantarse, necesitaba transformarse. Desde la espalda recibió un empujón enérgico que lo hizo trastabillar, al tiempo que lo envolvían las voces histéricas de la ciudad desenfrenada. Puro llanto, pura artillería visual desde los escaparates y las vidrieras implacables de los cazadores. Bajó la vista hacia el suelo y miró sus pies. Estaba descalzo y parado sobre un charco de agua musgosa. No comprendió quién era, ni de dónde venía, ni hacia donde se dirigía, estaba en el lugar donde las cosas dejan de ser, donde todo es incierto. Sin pensarlo paró un taxi, se subió, y dijo una dirección que salió desde su boca como un tic añejo. Exhaló y se buscó en el retrovisor. Encontró en el espejo el antifaz de su cara y sus ojos verdes, intensos, volvieron a marcarle el rumbo, sintió el placer de creerse salvado, por lo menos hasta mañana.
fino.
Junio 2021.
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