(A Gonzo. Por tu vida hermano.)
Lo que más me dolió fue no estar ahí para pararlo y abrasarlo.
Lo imagino modelando el instante previo, cayendo en las garras de la angustia.
Sé que debería estar desesperado. Cuando llevo mi mente hasta los tiempos en que caminábamos juntos, cuando el amor y la amistad nos rodeaban como una coraza indestructible, vuelvo a escuchar su respiración acomodándose al ritmo del camino y de las ideas que amasábamos como pan. Aquello era todo, lo valía todo. Éramos fuertes y uno. Pero esto fue la nada, y también caigo en esa nada.
Cierro mis ojos y lo veo llorando, cantando con los dientes apretados su melodía preferida. Era su manera decir con músicas cada uno de los momentos de la vida. Veo su mapa, su pista y sus medallas. Lo veo como si estuviese ahí, con las manos vacías, crispadas y preguntándose las razones. Hasta que decidió dejar caer toda esperanza en el saco roto de una soga.
Irrumpo en las paredes descascaradas del cuarto oscuro en las que se fundían sus fantasmas congelados. Araño los rincones en los que monstruos le bailaban en círculos concéntricos a milímetros de su cuerpo flaco y herido. Veo sus ojos verdes y hermosos, apagándose al anestesiar de un trago largo la resaca lacerante que arrastraba desde hacia cientos de años. Lo presiento acercándose al balcón apagado que daba hacia ninguna parte, hacia ninguna luz, ni pura ni artificial. Sè que miró la fila interminable de autos que se amontonaban en la calle, veo en sus ojos esos coches fúnebres dentro y fuera de la pieza.
Sé que encendió ese milésimo cigarrillo y que le temblaba en sus labios finos y morados, y por sus mejillas veo cayendo lágrimas pesadas, grasosas.
Sé que de espaldas a la calle apoyó los codos en la baranda y miró hacia la habitación minúscula, hacia las paredes gastadas, escritas y dibujadas a botellazos de vino tinto y agrio. Estaba cansado de pensarlo. Era el día.
Fue hasta la pared que sostenía la puerta del baño, buscó un lugar en blanco. Escribió un poema desesperado y maldito. Bebió de otra botella, de la que estaba casi repleta y puso otra canción. En una hoja limpia e indecente escribió los motivos y las mismas palabras que nos había repetido en los últimos dos años. Fue desprendiéndose de su soledad y de la maraña de imágenes que el cerebro le vomitaba cada maldita vez que se emborrachaba. Escuchó el disco rayado de la pena, de la noria y la impotencia. Escribió y, como siempre, mezcló la letra de alguna canción. Como siempre.
Y fijó la vista en el techo, en el anclaje de la lámpara, en la resistencia al peso muerto de los huesos y de su carne en llaga viva, invisible. Y subió a la silla, y se anudo a la desesperanza. Y lloró por ella, por su soledad, por no haber encontrado la salida del laberinto. Gritó. Reventó. Nos borró en el vuelo de un ángel negro.
A miles de kilómetros de distancia, a décadas de una amistad emparchada, frágil y quebradiza, mi alma llora porqué mi amor fue en vano e insuficiente a la hora de abrazarlo.
fino. Del libro: Mil Bares.
Música de fondo: Like a Stone - Audioslave.
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