Siempre acodado. Atornillado a la punta derecha del mostrador, parado, con las nalgas apenas apoyadas en un banco alto que, mágicamente, sostenía el peso inmenso de su cuerpo cansado.
-Quién este libre de pecado que escupa hacia arriba o tire la primera piedra -le dijo a nadie, al aire mudo que lo rodeaba.
Con ojos nostálgicos y enrojecidos miró hacia la nada, su propia nada, bebiendo con lentitud, saboreando el alcohol como si fuera un manjar mil veces deseado.
-En un momento estás vivo, feliz, al minuto siguiente estás muerto y seco como una hoja de otoño.
Silencio. Solo silencio rodeándolo. A los ruidos de los vasos, cubiertos y platos chocando se los tragaba la distancia que lo separaba de todo, de todos. El bullicio de las conversaciones de los clientes del bar se perdía, no llegaban hasta su planeta, y tampoco le importaba.
-Y lo peor viene después. Son capaces de transformar en dioses, en mártires a misóginos, racistas y déspotas. Peor, trasforman en crack a cualquier hijo de mil puta.
Apenas hizo un gesto con la cabeza al mover su vaso de lugar, lo corrió cinco centímetros y dejó sobre el mármol blanco un dibujo circular frío y perfecto.
-Yo acá, siempre, en el mismo lugar, al sur de esta patria desterrada, mal hablada y podrida. Pero tengo las manos limpias, secas de sangre y mojadas de sudor. Y eso es lo que me tomo. Manso. Acá. Siempre.
Después de vaciarlo llevó el vaso a su lugar primario, sin dejar el más mínimo rastro de movimiento, arrastre o derrame.
-Morirse, debe ser la solución para mejorar a los ojos de todos ustedes, los sordos. ¡Mozo! Serví la vuelta.
Silencio, solo silencio rodeándolo.
Se acomodó el traje, barrió las arrugas del pantalón con la palma de la mano. Después atacó la corbata, dejando el nudo perfectamente alineado en el centro del cuello de la impecable camisa blanca. El portafolio seguía estático a su costado sobre otro taburete.
-Morirse. Después de algún tiempo de dolor y llanto, seguro llegarán otros amores, otras felicidades. Llegarán otros, otras miserias y desastres. Un día se vuelve a reír, vuelven a darse la oportunidad de seguir viviendo. ¡La calesita hermano, así que no me mientan!
Levantó la mano intentando llamar la atención del mozo para que volviese a servirle. Cruzaron la vista y sin el menor gesto, el empleado detrás del mostrador vestido de un perfecto negro, descolgó del cristalero de bebidas la botella de whisky, también con una etiqueta perfectamente negra.
-¿Quien nos hace creer que ser el uno y con fama de cabotaje trae felicidad? ¿Quien nos llenó la cabeza de que correr una zanahoria de guita puede taparnos el bache? ¡Cuentos de éxito y ganadores! Estamos todos locos. Todos locos y felices por ser absolutamente infelices.
Seguía parado ahí con la punta de las nalgas en la banqueta, apoyado en un punto minúsculo, haciendo contacto con el mundo, con el poder en la boca, sin baterías, sin wifi ni corriente alterna. Todo el poder en la boca, hablándole al aire, al silencio. La soledad le agujereó la vista, se sintió más insignificante que nunca al tiempo que abría un portal hacia el infierno. Hizo girar el anillo dorado y grueso que estrangulaba su dedo anular. Uno de sus tantos anillos en uno de sus dedos. Antes de abandonarse repitió el gesto hacia el mozo. Y ahí le llegó la única voz, el único ruido de esa noche: el liquido cayendo en una cascada asesina desde el pico de la botella hacia el medidor levemente inclinado, el rebote amarillo al llenarse, el ronroneo de la lluvia derramándose sobre los helados cubos de hielo que ,sin fe, cubrían el fondo de un vaso infinito.
fino.
Del libro: Mil Bares.
Música: Voce nao me ensinou a te esquecer - Caetano Veloso.
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