Las agujas marcaron las cinco y el punto justo en su piel, en su carne prendida fuego. Una brisa repentina movió las cortinas marrones que cubrían la ventana, ese aire fresco de la madrugada se coló por su nariz, casi desprovista de vida, desprovista de sangre. Aplastado en su lado de la cama, vacío de tiempo, su cuerpo corría tras la última oportunidad de anclarse al mundo. Junto con la respiración un fuego eléctrico le atravesó el cerebro y sintió el impulso vital que toda alma en pena tiene como señal, como aviso, en el momento previo a desbarrancarse. El punto justo donde se acelera la caída o se frena en seco. Bato logró frenar y quedo horizontal haciendo equilibrio a milímetros del abismo. A su lado, ella dormía sin soñar que la sombra negra del destino rondaba sobre sus cabezas. En las habitaciones de la casa la soledad, sigilosa, vagaba como un ratero hambriento. A él le llegaron temblores, sacudones epilépticos en todas las terminaciones nerviosas, en la sangre, en las vísceras. Temblores incontrolables que reptaban en él reclamando algo más que la basura que se había incrustado a borbotones. Era un corazón desbocado implorando paz, reposo. Bato se fue anudando desde la boca hacia la garganta, y la lengua le atravesó el paladar como una daga infestada. La cuchillada química comenzaba su cuenta regresiva. La única salida la tenía el cerebro, que colgaba de la estratósfera a mil millones de kilómetros de distancia. Su cerebro envuelto en colores y estrellas intermitentes, estaba siendo devorado desde sus ojos marrones y se iba apagando mientras escribía en muros invisibles evangelios malditos. Él giraba envuelto en nubes púrpuras y doradas, su cuerpo temblaba y bajaba a las entrañas del infierno, hacía escala en cada uno de los siete cielos, en cada purgatorio, se le atrofiaban los músculos por contracturas demenciales. Fibras, tendones, sangre y oxigeno vencido jugaban la ruleta rusa de las hogueras tardías. Estaba mirando desde arriba el cadáver de los sueños mal paridos, esos que nadie se atreve a mirar. Se tragaba el veneno solitario de una madrugada interminable, estaba lleno de lo que nadie quiere en su jardín. Bato lo absorbía todo con su respiración, que se hacía cada vez más lenta, pausada, pero era un volcán agazapado en el instante previo a la erupción. Se le terminaba el viaje. Las sábanas estaban empapadas. A su lado ella dormía.
Una luz insoportable y blanca explotó bajo sus ojos. El sudor se petrificó sobre su epidermis quemada y una capa de escarcha transparente lo congeló. La garganta se le cerró en un cerco infranqueable hacia la faringe. Un muro gélido y sofocante terminó de rodearlo y se lo devoró centímetro a centímetro. Era un organismo derrumbándose en una bajada implacable, homicida. Una silenciosa ignición, en un segundo el alma de Bato se arqueo separándose de la cama y del mundo. Se escuchó el ruido de cristales es rompiéndose. Se quebraron mil sueños, esperanzas y el fruto del futuro de su sangre. Una lágrima rodó lenta por su mejilla inmóvil. No había lugar a fantasías. Dejó de respirar. Las luces del amanecer atravesaron las cortinas, los fantasmas y los demonios que rodeaban el cuerpo blanco y duro. Blanco y frío. Ella, a su lado, dormía sin soñar.
fino.
Música: Un loco en la calesita . Fito Paez.
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