El vaso
cayó de su mano y ella se durmió para siempre. Estaba sola.
Marañas
platinadas de pelo revuelto le llovían por la cara lavada y su lunar-lucero se
iba despintando, iba cayendo rumbo a su boca manzana. Rompieron la puerta para
poder entrar. Encendieron las luces de la sala, y allí estaba su cuerpo
desprotegido bajo una bata de seda blanca desacomodada. Había cientos de cartas
arrugadas de amores vencidos, desparramadas en el piso. Su vida se incendió en
un mundo que no estaba a la altura de un invento con plumas de neón. Sus
anillos de diamantes descansaban ahogados en el fondo de una hielera de
cristal. El desorden, los muebles destruidos rodeaban su trono perdido en la
batalla contra la soledad en los tumultos. La habían usado. Ella comprendió y
se durmió para siempre flotando sobre una balsa frágil de pastillas rumbo a lo
desconocido. Como siempre, sola. Una vez más, sola, sin fantasías ni decorados,
pero con la desnuda verdad de ser quien no se es. El vaso seguía rodando por el
piso, rebotando una y otra vez contra los zapatos y las conciencias manchadas
de sangre de quienes invadían la habitación. Ella no pudo volver a casa y
mientras corrían las cortinas, la bestia reía escapando por las azoteas con
trozos de la victima en la boca, vísceras, corazón y hermosa carne blanda.
fino.
Del libro: El Gen de la Bestia.
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