"La cabeza vuela, la literatura es lenta".
Saco mis manos de la máquina de escribir y camino hacia el balcón. Apenas abro la ventana me devora el aire helado de la madrugada. Arrasado por la decepción, mis dudas se despejan y comprendo que todo lo que escribo es pésimo, aburrido. Asumo que solo construyo redacciones anodinas, llenas de metáforas y descripciones infinitas. Sin tripas, sin alma. Lo intenté, pero no puedo salir del estùpido laberinto de colocar tildes sobre las consonantes como si eso me convirtiera en un escritor diferente. Ya pasó de moda pagar con sal, los tesoros cambiaron y por más artero que sea el vino sigo sin poder atravesar la dura cáscara de mi mediocridad. Una y otra vez caigo en la grieta esencial que existe entre sentir y poder escribirlo. Perdí todo. Gasté todas las fichas y no hago más que crear imágenes insulsas que masacran sin piedad toda belleza. Mi lápiz estéril se repite sobre ríos de tinta derramada. Me voy quemando en el tiempo y lo que más me duele es que ya no existe en mi un animal escondido. Siento pavor al notar que solo es mi instinto de supervivencia el que me hace girar y girar sobre mis huellas. Sé que el silencio no miente. Con el vientre a punto de estallar y la cara llena de lluvia, decido hacer lo que tantas veces he postergado: dejar de escribir.
fino.