miércoles, 23 de enero de 2019

En tus manos.

 

                                              


 

 

Una flor , una luz, tu amor
las cortinas y tu pan.
La costumbre
mis piernas, tus dientes
imagino
solo imagino,
no hay falla.

fino.

miércoles, 9 de enero de 2019

Los disparos



                                                                        

A Gonzalo lo despertó el rocío de la madrugada cayendo sobre su cuerpo desflecado. Desmayado por el alcohol dormía desde hacia tres horas sobre pasto húmedo en la soledad de la plaza que esta en medio de las viviendas. Los pies helados, la boca pastosa por una sed asesina terminaron de sacarlo del colapso. Una luz mortecina iluminaba desde hacia rato el contorno de los bloques de apartamentos de paredes grises y de ladrillos rojos gastados por tanta intemperie y demasiada tristeza. Se levanto como pudo, trastabillando hasta que encontró el punto que lo retuvo con los pies sobre la tierra ya que su cabeza estaba en algún planeta perdido. Rebusco en los bolsillos del pantalón vaquero haciendo equilibro sobre una cuerda floja imaginaria, se aferró a la pelusa del bolsillo izquierdo y a los billetes arrugados del derecho. Respiró profundo el aire de la madrugada de cara al cielo y con los ojos apretados intentó matar las voces que no dejaban de atormentarlo, voces de tonos deformes y fuera del rango animal. Voces que le habían quedado rondando de la fiesta y de la charla entreverada antes de terminar dormido sobre el pasto. Ahora estaba solo. Abrió los ojos, caminó por las sendas de baldosas destruidas y tramposas mientras intentaba ordenar sus necesidades.
Su cerebro logró codificar : Frío. Hambre. Sed.
Atravesó la cancha de basket, los juegos infantiles, el terraplén, y bajó las escaleras que lo llevaron a la avenida. Alejandro y Javier arreglaban el mundo que giraba alrededor de su mesa y de la tercera botella de vino tinto que se tomaban en el bar, cuando vieron a través del ventanal a Gonzalo que se acercaba caminando eludiendo toda línea recta. Se quedaron mirando a su amigo al que unas horas antes habían dejado durmiendo en la plaza de todos los días. Alejandro despegándose apenas de su asiento se inclinó sobre la mesa y con las piernas corrió un poco hacia atrás su silla, al volver a acomodarse pensó: “que hijo de puta, ya esta arriba otra vez”. Javier apoyado con los codos sobre la mesa, unía las palmas de las manos junto a su pecho e imaginaba la cara pondría Gonzalo al leer la carta que debía entregarle. El bolichero con los ojos escondidos detrás de unas ojeras inmensas, vio que Gonzalo atravesaba la puerta del bar  y de inmediato  supo que su cama y su mujer, escaleras arriba, iban a tener que esperarlo unas cuantas horas más.
-¿Que te sirvo Gonza? ¿Lo de siempre?- preguntó resignado el bolichero.
-Si Boliche, pero triple, sin hielo, un buen vaso de agua fresca y también algo para masticar. La puta que me parió, se me parte la cabeza y estoy cagado de frío –dijo apenas dejo caer su cuerpo sobre una silla de madera que crepitó como en el centro de una hoguera.
-¿Descansaste un poco, eh animal? –preguntó Alejandro con una sonrisa cómplice pintada en la cara, mientas escarbaba con las uñas de una mano la unión de dos tablas de la mesa.
-Quisimos despertarte para que vinieras con nosotros, pero fue imposible. Estabas muerto –dijo Javier.
-Si. Me estoy pasando de tragos y de mambo. Tengo que encontrar la manera de aflojar un poco, pero la verdad es que tengo la cabeza en cualquier cosa.  Prefiero estar anestesiado y no pasarme todo el santo día comiéndome el coco –confesó Gonzalo.
-Decídelo a mi si chupará, que en este mes duplique las ventas –dijo el bolichero mientras descargaba el contenido de la bandeja sobre la mesa.
-Se ve que mucha guita no ganás, mirá los refuerzos de mierda que haces para tu clientela  –bromeó Alejandro cuando el bolichero volvía hacia al mostrador.
Mirando a Gonzalo, Javier sacó del bolsillo de su campera la hoja doblada que tanto lo angustiaba y que le pesaba mas de una tonelada pues intuía que muchas cosas cambiarían apenas entregara ese maldito papel, apoyó la carta en la mesa y le dijo:
-Gonza, mientras dormías vino Sandra. Trató de despertarte y como no pudo se fue al toque. Me dejo esto para vos. El rostro de Gonzalo cambió de color, de gesto, fue un golpe inesperado  separó los labios para susurrar algo que se ahogó de inmediato en el aire espeso del bar. Agarró con fuerza la hoja que comenzó a temblarle entre los dedos crispados como si estos hubiesen leído en braille lo que Sandra había escrito. Sus amigos captaron la imposibilidad de cualquier diálogo entre los tres y se enroscaron  hablando entre ellos dos de bueyes perdidos. El bolichero sentado detrás del mostrador, enjabonaba y enjuagaba vasos percudíos en un ritual mecánico y aburrido, que solo interrumpía para controlar el panorama despegando apenas la vista de su rutina sin levantar casi la cabeza. Gonzalo se paró, terminó de un trago el liquido de su vaso, caminó hasta el baño y entró, con la espalda trancó la puerta y envuelto en el vaho que desechan los cuerpos quemados por el alcohol, leyó la carta.

“Vuelvo a lo de mi madre. Estoy cansada de andar rodando de casa en casa. Estoy cansada de las noches largas y de sus ruidos, agotada de rebotar entre toda la basura en que nos metimos. No te culpo, yo también lo elegí. Quiero que sepas que estoy embarazada y que pienso tener el bebe. Que es solo mío, no nuestro. Es lo único que me pertenece en toda la mierda que me rodea y espero que sea lo que me traiga de nuevo a la tierra. Vos siempre me decías que volviera a mi casa, que en ningún lugar iba a estar mejor, que no importaban los problemas que tuviera con mi madre, que nada podía ser mejor que estar ahí. Recién ahora lo entiendo. Vuelvo y va a ser mejor que no me busques. Este bebe es mío, de nadie más. Te amo. Vos seguí tu vida y ojalá encuentres lo que estas buscando. Lo muestro estuvo bien mientras duró. No me busques. No me escribas, tus cartas ya no me interesan”.

Los labios rojos de Sandra impresos con lápiz labial, lo besaron a modo de firma desde el último renglón del papel, solo un gélido beso como despedida era lo todo lo que tenía. Gonzalo arrugó la carta contra sus ojos encendidos de impotencia y rabia. No pensó en que Sandra apenas había cumplido los dieciseis o en ese padre delincuente que seguramente lo buscaría para matarlo por que le habían cogido a su nena. No pensó en recuperarla ni en cuidarla para siempre. Sandra ya había decidido y contra eso nada era posible. Por eso la amaba. Por ese idioma sin palabras que habían inventado la tarde que se dejaron llevar sobre un colchón prestado, cuando ella le juraba que sabía lo que hacia sin que la sangre de una primera vez la mojara. La recordó desnuda arrodillada ardiendo temblorosa sobre él, arqueada hacia adelante con el pelo negro entreverado cayéndole entre los pechos duros y nuevos. Volvió a recordarla gimiendo, mientas lamía el sudor picante de su cuerpo caliente y cuando unidos por el cordón umbilical del sexo explotaron interminables sobre el origen de todo deseo. Si, cuando desesperados y libres se ahogaron en saliva y se consolaron entre promesas y suplicas de más, más... y más. Ahora sentía como el amor y la paternidad lo mutilaban descuartizándolo con el bisturí filoso del abandono.Era otra frontera que Gonzalo cruzaba sin la intención de hacerlo, eran  más trampas de la carretera que había elegido recorrer. Su mente le pedía llegar a casa, juntar un poco de ropa, elegir algunos de sus pequeños tesoros y meterlos en un bolso, sacar del cajón la plata que venía juntando desde hacia casi un año y subirse por fin a ese bus que lo llevase a Brasil como tantas veces juntos ellos dos lo habían soñado. Gonzalo estaba solo. “Hay veces en que las cosas por algo se dan”, pensó justificando su cobardía. Salió del baño en un trance narcótico, miraba pero no veía que sus amigos movían la boca y agitaban las manos con gestos desesperados. Tampoco notó  el desorden de sillas tiradas y mesas dadas vuelta, los cuadros, los vasos rotos y las botellas desparramadas por el piso. Una ráfaga inesperada de violencia, como un torbellino había azotado el bar buscando calma en la venganza, mientras Gonzalo leía.
Ni Alejandro, ni Javier, ni el bolichero pudieron frenarlo para avisarle y hacerle comprender lo que le se venía encima. Gonzalo no escuchaba. Gonzalo no veía. Salió del bar sin detenerse, parados en la vereda, de boca abierta, con las manos en la cabeza y con ojos llorosos, los tres lo vieron desaparecer como a un fantasma por la avenida que apenas se mantenía encendida. Había algo de malicia y vértigo en su silencio, estaba atado a un cuerpo sin sangre y la vida que dejaba atrás sobre esas calles ya no la encontraría en ningún otro sitio.

A media mañana, cuando salió del letargo y sin comprender como, Gonzalo estaba viajando en un ómnibus por una carretera con rumbo norte. Era un cuerpo sin alma. Boca, pies, hombros, un ser desacomodado sin miedo ni intensidad. En la mochila que sostenía sobre los muslos, guardaba algo de ropa, un libro que no terminaba de descifrar y su cuaderno de tapas azules plagado de garabatos lacrimógenos. En la mano derecha sostenía una botella de vodka apenas comenzada, se quedó buceando un instante en la etiqueta azul y blanca con palabras en ruso. Algo crecía en su pecho y lo sostenía a pesar de todo, abrió la ventana, saco la botella y fue volcando el liquido que se negaba a caer dibujando una llovizna paralela antes de mojar la carretera. Su cabeza distorsionada le proyectaba un aluvión de fotos entreveradas de la madrugada, imágenes saturadas de golpes, gritos y corridas. Aun le taladraba en los oídos una frase: “cuando te agarre te mato, hijo de mil puta” y los gritos, los golpes y más gritos y más golpes, pero sobre todas las cosas el eco de los tiros y los ruegos desesperados de  Sandra llorando abrazada a los pies de su padre.
Ella.
Siempre ella, salvándolo de todo.
 
fino.


jueves, 3 de enero de 2019

Dos Gallinas, una paloma.

                                                          

-Metete las estrellas en el culo.
La voz del Picana rebotó en el piso de tierra, hizo eco en el cuadrado de bloques y se escapó por donde faltaba el techo en la pieza en construcción. Lo cierto es que Picana y el Sal Gruesa, estaban sentados sobre dos cajones de madera en el futuro cuarto de la casita precaria. Los amigos arrullados por el ruido de las tripas acunaban  hambre mirando el cielo. El Sal Gruesa había admirado en voz alta el brillo de los astros que se desangraban de luz en el cielo renegrido.
-Que lindas estrellas –había dicho el Sal Gruesa.
Fue cuando Picana lo trajo a la realidad :
-Metete las estrellas en el culo. Yo tengo un  hambre que no puedo más.
¡Algo tenemos que hacer!
Cambiaron de posición sobre los bancos enclenques y se entregaron en alma y mente a buscar la solución.
-Che Sal, ¿a vos Perro Loco no te fía, no?
-¡No, que me va a fiar!. Lo tengo adentro como con cuatro lucas hace como dos semanas. Falté varios días al laburo y cobre casi nada. Si le pagaba al Perro Loco me quedaba sin un mango pal´fin de semana –dijo sin tapujos  el Sal Gruesa.
-Que mierda. ¿Que podemos hacer? No podemos mangar a nadie, ni meter un fiado. Tamos en el horno –Picana rebuscaba en posibles soluciones y continuo diciendo –Che Sal, ¿en la heladera no hay nada, no?.
-Media zanahoria, una papa y un cacho de chorizo colorado.
-Vamos por ese guiso entonces –se envalentono Picana, clavando la vista en la pared de bloques sin pintura ni revoque.
La noche de domingo se estaba adueñando del cantegril, algunas lamparitas lúgubres cuidaban los corredores en la cuadricula de casitas, los pasajes latían con la música que se escapaba por alguna ventana abierta.
Picana y Sal movían las fichas, armaban la táctica mental que les diera la victoria en la pelea contra el hambre. Cuando hay hambre no hay pan duro, pero hasta el pan duro se les escondía entre los rincones de la noche. Nacer de ese lado de la avenida les daba un poco mas de imaginación, al menos para llenar la panza y cubrir los agujeros que abre el viento en contra. Ellos saben que el  salvavidas puede caer de cualquier lado y en cualquier momento. Mirando hacia el cielo entre suspiros y silencios fue que Sal Gruesa se incorporó como poseído, quedó parado junto a su cajón, con la boca abierta y con los ojos desorbitados como si hubiese visto un fantasma, se apuró a decir:
-¡Las gallinas del Quemado¡.
-¿Que? –preguntó Picana distraído.
-Las gallinas del Quemado pelotudo. Le afanamos una y ya tenemos medio guiso hecho gil.
-Tas locazo Sal. El Quemado si nos ve, nos mata. Yo ni mamado le entro al rancho.
-Dale boludo. Yo tampoco me animo, pero le decimos a Marcelito que no le hace asco a nada y el se afana la gallina.
-Dejate de joder. Vos querés que nos caguen a cuetazos, estas loco Sal.
-No seas nabo, pensá bien. Marcelito trae la gallina, mangamos algunas verduras, tiramos todo pa´ la olla y adiós pampa mía, estamos de fiesta.
Después de tanto detalle y con el convencimiento que Sal Gruesa expuso su plan, Picana comenzó a ver la idea con mayor simpatía, poco a poco y a medida que su imaginación percibía los vapores exquisitos que desprendía la cacerola aun vacía, la posibilidad de que una suculenta cena les aliviara el padecer era cada vez mas cercana y posible.
Salieron los dos amigos por los corredores del caserío y golpearon en el rancho de Marcelito.
-¿Quien viene a  joder a esta hora? –se escuchó desde adentro.
-Somos nosotros Doña Nena, el Sal y Picana –contesto Sal Gruesa reconociendo la voz de la abuela de Marcelito.
-Que ganas de andar molestando. ¿No ven que son como las nueve? Ustedes siempre igual he. No saben más que joder. Marcelito no esta y no va a salir
 –dijo molesta la abuela.
-Pará abuela, no te metas en mis cosas –se escucho desde adentro la voz de Marcelito demostrando molestia.
-Ya se juntaron todos los insoportables y nada bueno va a salir –opinó la abuela.
-¿Que dice la barra? Esperen que me calzo y salgo – dijo Marcelito abriendo la puerta de su vivienda.
A los cinco minutos con los tres amigos sentados en la habitación en construcción, Picana contaba la idea, Sal Gruesa asentía a cada frase de su amigo y en los ojos picaros de Marcelito se dibujaba una pequeña maldad que crecía a pasos agigantados a medida que el plan llegaba al fin de su desarrollo. Es que entre Marcelito y el Quemado habían cuentas pendientes que se arrastraban desde hacia algún tiempo, un pequeño botín mal distribuido, algunas faltas a la verdad, líos de polleras y esas son actitudes que entre bandidos no pasan fácilmente al olvido.
-Bueno vamos arriba entonces. Yo me meto al rancho, pero alguien me tiene que acompañar para hacerme de campana y para entretener a los perros así no ladran –dijo Marcelito.
-Pahh, los perros –dijo asombrado Sal Gruesa.
-No pasa nada con los pichichos, yo los conozco, les damos alguna galleta para distraerlos y quedan comiendo de la mano. Son pura pinta, además el Quemado estuvo toda la tarde chupando en lo de la Negra Felisa, debe estar durmiendo la mona de tanto vino  –dijo Marcelito cerrando el plan.
-Yo te hago el dos –formalizó Picana.
Salieron los tres del rancho del Sal Gruesa, bajaron la callecita rumbo al final del corredor, la oscuridad era cómplice y tapadera para los hambrientos compinches. Al llegar al final del corredor, doblaron hacia el barranco que los dejó en la parte de atrás de la última hilera de ranchos en donde vivía el Quemado. Bajaron entre los escombros y las bolsas con basura que la gente tira en el barranco, ahí se quedó Sal Gruesa cubriendo la parte derecha del fondo y con un puñadito de galletas para perros en la mano Picana seguía los pasos de Marcelito que a esa altura ya era el líder por determinación propia. Llegaron al rancho del Quemado y como quien siembra al boleo, dejaron caer frente a los perros las galletas, estos no demoraron ni un segundo en olfatear el manjar mínimo que les ofertaban los dioses de la noche. Los canes se relamían al tiempo que Marcelito en cuclillas les rascaba el lomo, felices los perros movían la cola reconociendo al visitante. Picana pasó a mimosear a los animales y Marcelito se dispuso a abrir la puerta del rancho con la mayor destreza de la que era capaz. Agarró con las dos manos la cuerda que servía de picaporte para entrar al rancho, levanto la puerta en seco evitando que crujieran la bisagras oxidadas, abrió la puerta hacia afuera siempre tirando hacia arriba con fuerza y la bajo luego de separarla del marco apenas medio metro. Con la plasticidad de movimientos que lo caracterizaba se metió en el rancho haciendo gala de su vista de lince y de su paso sigiloso. Atravesó la pieza de la entrada, dobló hacia el baño donde a modo del gallinero dormían las gallinas por las noches, no fuera cosa que algún ladrón atrevido quisiera robarlas del corral exterior. En la oscuridad del rancho, Marcelito vio durmiendo sobre el sillón a su ex-socio, pero sobre todo lo escucho roncar, con lo que llegó a la conclusión que tenía que ser muy descuidado o hacer un ruido muy fuerte para que el hombre despertara.
Corrió la cortina del baño que hacía las veces de puerta y forzando un poco mas la vista  vio dos gallinas que dormían cómodamente una sobre el water sin tapa y otra sobre la pileta destartalada que apenas se mantenía unida a la pared quien sabe por que extraña magia de la física. Con un movimiento perfectamente sincronizado y veloz agarró por el cogote a las dos gallinas al mismo tiempo sin que pudieran emitir un solo cacareo, con una gallina en cada mano, los cuellos largos y casi sin plumas quedaron apresados entre los dedos gruesos de Marcelito quien con otro movimiento certero revoleo las gallinas en círculos paralelos al techo como apas de molino, dejando los cuerpos prontos para su desplume. Con la misma destreza y velocidad que entró, Marcelito salió del rancho con las dos gallinas bajo el brazo, mientras el Quemado dormía como un bebe sin enterarse de que se quedaba sin alimento y sin huevos para la semana. Esquivando la línea recta del camino de regreso al rancho, Picana y Sal Gruesa reían por lo bajo mientras Marcelito les contaba al detalle los pormenores de la hazaña. Desplumarlas, destriparlas  y poner la olla sobre el fuego fue cuestión de media hora y por esas cosas que tienen los pensamientos positivos, una vez que se soluciona el problema mayor, los pequeños problemas se resuelven como por arte de magia. Como si todo hubiese sido coordinado desde hacia varios días, cayeron por el rancho Fabricio y la novia, Roberto y Mariza, el Gitano y Danilo. Todos, apenas se enteraban que se estaba preparando un guiso preguntaban que faltaba y salían cada uno por su lado a buscar algún producto para agigantar  las posibilidades del cocinero que por cierto y como siempre, era Picana. Así fue que la olla de veinte litros quedó repleta de contenido. Zanahorias, chorizo, papas, morrones, choclos, cebollas y tomates se cocinaban junto con las gallinas, que en honor al verdad hay que decir que mucha carne no tenían, pero pese a ser flacuchas de todas maneras eran las estrellas de la improvisada fiesta. Tampoco faltó el pan en abundancia y la damajuana de diez litros de vino que a nadie se le dio por preguntar de donde había salido, como tampoco nadie preguntó quien había conseguido plata para comprar gallinas. El arroz estaba llegando a su punto de esplendor y los comensales esperaban aferrados a las cucharas y platos que les habían tocado en el reparto, cuando la puerta del rancho tembló, por unos golpes cortos y desmesurados. Marcelito se metió bajo la cama de Picana haciendo gestos en silencio que claramente querían decir “no estoy- no estoy”, las caras de los que conocían la procedencia de las gallinas mutaron de fiesta total a disimulemos en un solo segundo, el resto de los comensales que no sabían la historia seguían hablando en voz alta como si nada. Se repitieron los golpes y el Sal Gruesa con cara de póker abrió la puerta.
-¿Están de fiesta? Se ve que la faena fue buena ¿no? –pregunto el Quemado con aliento alcohólico, los ojos irritados y el rostro visiblemente desencajado.
-¿Que haces Quemado? Si, nos juntamos con una damajuana y salió un guisolfo de lluvia. ¿Todo bien? –contestó Picana aguantando la risa con la valentía que dan unos cuantos vasos de vino.
-Todo bien no, todo re-mal. ¿Así que guiso no? Mejor no pregunto nada así no me salta el pistolero de adentro. ¿No vieron al Marcelito?
-Hoy temprano a la tarde estuvo por acá, pero después se fue creo que se iba para el Buceo a la casa de los primos –dijo Picana tratando de despejar la cancha.
- Ah, al Buceo. Si llega a venir decile que quiero hablar con el –y dicho esto hecho una mirada desafiante y llena de furia sobre todos los que estaban en el rancho y tiró hacia los pies de Picana un papel que tenía arrugado en las manos al tiempo que les daba la espalda masticando el sabor de la impotencia.
Picana tranco la puerta con el pasador, Mariza se dispuso a servir los platos, Danilo y Roberto repartían trozos de pan y el resto se iba acomodando en donde podía con los platos en la mano esperando el menú principal y preguntándose entre todos “¿que pasó? ¿que pasó?”. Marcelito salió de su escondite con una risa macabra de oreja a oreja y feliz como quien realiza un sueño largamente esperado. Sal Gruesa levanto el papel arrugado que estaba tirado en el piso a sus pies y mirando con cara de sorpresa a Marcelito le pregunto:
-¿Y esto?
-Se lo deje en el baño, por si extrañaba a los plumíferos –contestó entre risas de  placer. 
Sal Gruesa desenrollo el papel, lo aliso contra su muslo izquierdo y reconociendo la letra infantil y deforme del Marcelito, leyó:
“A mano, por la paloma de pelo largo que me robaste vos, sorete”.
 
fino.
 Noviembre 2018.