A Gonzalo lo despertó el
rocío de la madrugada cayendo sobre su cuerpo desflecado. Desmayado por el
alcohol dormía desde hacia tres horas sobre pasto húmedo en la soledad de la
plaza que esta en medio de las viviendas. Los pies helados, la boca pastosa por
una sed asesina terminaron de sacarlo del colapso. Una luz mortecina iluminaba
desde hacia rato el contorno de los bloques de apartamentos de paredes grises
y de ladrillos rojos gastados por tanta intemperie y demasiada tristeza. Se
levanto como pudo, trastabillando hasta que encontró el punto que lo retuvo con
los pies sobre la tierra ya que su cabeza estaba en algún planeta perdido.
Rebusco en los bolsillos del pantalón vaquero haciendo equilibro sobre una
cuerda floja imaginaria, se aferró a la pelusa del bolsillo izquierdo y a los
billetes arrugados del derecho. Respiró profundo el aire de la madrugada de
cara al cielo y con los ojos apretados intentó matar las voces que no dejaban
de atormentarlo, voces de tonos deformes y fuera del rango animal. Voces que le
habían quedado rondando de la fiesta y de la charla entreverada antes de
terminar dormido sobre el pasto. Ahora estaba solo. Abrió los ojos, caminó por
las sendas de baldosas destruidas y tramposas mientras intentaba ordenar sus
necesidades.
Su cerebro logró codificar :
Frío. Hambre. Sed.
Atravesó la cancha de basket,
los juegos infantiles, el terraplén, y bajó las escaleras que lo llevaron a la
avenida. Alejandro y Javier arreglaban
el mundo que giraba alrededor de su mesa y de la tercera botella de vino tinto
que se tomaban en el bar, cuando vieron a través del ventanal a Gonzalo que se
acercaba caminando eludiendo toda línea recta. Se quedaron mirando a su amigo
al que unas horas antes habían dejado durmiendo en la plaza de todos los días.
Alejandro despegándose apenas de su asiento se inclinó sobre la mesa y con las
piernas corrió un poco hacia atrás su silla, al volver a acomodarse pensó: “que
hijo de puta, ya esta arriba otra vez”. Javier apoyado con los codos sobre la
mesa, unía las palmas de las manos junto a su pecho e imaginaba la cara pondría
Gonzalo al leer la carta que debía entregarle. El bolichero con los ojos
escondidos detrás de unas ojeras inmensas, vio que Gonzalo atravesaba la puerta
del bar y de inmediato supo que su cama y su mujer, escaleras arriba,
iban a tener que esperarlo unas cuantas horas más.
-¿Que te sirvo Gonza? ¿Lo de
siempre?- preguntó resignado el bolichero.
-Si Boliche, pero triple, sin
hielo, un buen vaso de agua fresca y también algo para masticar. La puta que me
parió, se me parte la cabeza y estoy cagado de frío –dijo apenas dejo caer su
cuerpo sobre una silla de madera que crepitó como en el centro de una hoguera.
-¿Descansaste un poco, eh
animal? –preguntó Alejandro con una sonrisa cómplice pintada en la cara,
mientas escarbaba con las uñas de una mano la unión de dos tablas de la mesa.
-Quisimos despertarte para
que vinieras con nosotros, pero fue imposible. Estabas muerto –dijo Javier.
-Si. Me estoy pasando de
tragos y de mambo. Tengo que encontrar la manera de aflojar un poco, pero la
verdad es que tengo la cabeza en cualquier cosa. Prefiero estar anestesiado y no pasarme todo
el santo día comiéndome el coco –confesó Gonzalo.
-Decídelo a mi si chupará,
que en este mes duplique las ventas –dijo el bolichero mientras descargaba el
contenido de la bandeja sobre la mesa.
-Se ve que mucha guita no
ganás, mirá los refuerzos de mierda que haces para tu clientela –bromeó Alejandro cuando el bolichero volvía
hacia al mostrador.
Mirando a Gonzalo, Javier
sacó del bolsillo de su campera la hoja doblada que tanto lo angustiaba y que
le pesaba mas de una tonelada pues intuía que muchas cosas cambiarían apenas
entregara ese maldito papel, apoyó la carta en la mesa y le dijo:
-Gonza, mientras dormías vino
Sandra. Trató de despertarte y como no pudo se fue al toque. Me dejo esto para
vos. El rostro de Gonzalo cambió
de color, de gesto, fue un golpe inesperado
separó los labios para susurrar algo que se ahogó de inmediato en el
aire espeso del bar. Agarró con fuerza la hoja que comenzó a temblarle entre
los dedos crispados como si estos hubiesen leído en braille lo que Sandra
había escrito. Sus amigos captaron la imposibilidad de cualquier diálogo entre
los tres y se enroscaron hablando entre
ellos dos de bueyes perdidos. El bolichero sentado detrás del mostrador,
enjabonaba y enjuagaba vasos percudíos en un ritual mecánico y aburrido, que
solo interrumpía para controlar el panorama despegando apenas la vista de su
rutina sin levantar casi la cabeza. Gonzalo se paró, terminó de un trago el liquido
de su vaso, caminó hasta el baño y entró, con la espalda trancó la puerta y
envuelto en el vaho que desechan los cuerpos quemados por el alcohol, leyó la
carta.
“Vuelvo a lo de mi madre. Estoy cansada de andar
rodando de casa en casa. Estoy cansada de las noches largas y de sus ruidos,
agotada de rebotar entre toda la basura en que nos metimos. No te culpo, yo
también lo elegí. Quiero que sepas que estoy embarazada y que pienso
tener el bebe. Que es solo mío, no nuestro. Es lo único que me pertenece en
toda la mierda que me rodea y espero que sea lo que me traiga de nuevo a la
tierra. Vos siempre me decías que volviera a mi casa, que en ningún lugar iba a
estar mejor, que no importaban los problemas que tuviera con mi madre, que
nada podía ser mejor que estar ahí. Recién ahora lo entiendo. Vuelvo y va a ser
mejor que no me busques. Este bebe es mío, de nadie más. Te amo. Vos seguí tu
vida y ojalá encuentres lo que estas buscando. Lo muestro estuvo bien mientras
duró. No me busques. No me escribas, tus cartas ya no me interesan”.
Los labios rojos de Sandra impresos con lápiz labial, lo besaron a modo de firma desde el último renglón
del papel, solo un gélido beso como despedida era lo todo lo que tenía. Gonzalo
arrugó la carta contra sus ojos encendidos de impotencia y rabia. No pensó en
que Sandra apenas había cumplido los dieciseis o en ese padre delincuente que
seguramente lo buscaría para matarlo por que le habían cogido a su nena. No
pensó en recuperarla ni en cuidarla para siempre. Sandra ya había decidido y
contra eso nada era posible. Por eso la amaba. Por ese idioma sin palabras que
habían inventado la tarde que se dejaron llevar sobre un colchón prestado,
cuando ella le juraba que sabía lo que hacia sin que la sangre de una primera
vez la mojara. La recordó desnuda arrodillada ardiendo temblorosa sobre él,
arqueada hacia adelante con el pelo negro entreverado cayéndole entre los
pechos duros y nuevos. Volvió a recordarla gimiendo, mientas lamía el sudor
picante de su cuerpo caliente y cuando unidos por el cordón umbilical del sexo
explotaron interminables sobre el origen de todo deseo. Si, cuando desesperados
y libres se ahogaron en saliva y se consolaron entre promesas y suplicas de
más, más... y más. Ahora sentía como el amor y
la paternidad lo mutilaban descuartizándolo con el bisturí filoso del abandono.Era otra frontera que Gonzalo
cruzaba sin la intención de hacerlo, eran
más trampas de la carretera que había elegido recorrer. Su mente le
pedía llegar a casa, juntar un poco de ropa, elegir algunos de sus pequeños
tesoros y meterlos en un bolso, sacar del cajón la plata que venía juntando
desde hacia casi un año y subirse por fin a ese bus que lo llevase a Brasil
como tantas veces juntos ellos dos lo habían soñado. Gonzalo estaba solo. “Hay veces en que las cosas
por algo se dan”, pensó justificando su cobardía. Salió del baño en un trance
narcótico, miraba pero no veía que sus amigos movían la boca y agitaban las
manos con gestos desesperados. Tampoco notó
el desorden de sillas tiradas y mesas dadas vuelta, los cuadros, los
vasos rotos y las botellas desparramadas
por el piso. Una ráfaga inesperada de violencia, como un torbellino había
azotado el bar buscando calma en la venganza, mientras Gonzalo leía.
Ni Alejandro, ni Javier, ni
el bolichero pudieron frenarlo para avisarle y hacerle comprender lo que le se
venía encima. Gonzalo no escuchaba. Gonzalo no veía. Salió del bar sin
detenerse, parados en la vereda, de boca abierta, con las manos en la cabeza y
con ojos llorosos, los tres lo vieron desaparecer como a un fantasma por la
avenida que apenas se mantenía encendida. Había algo de malicia y vértigo en su
silencio, estaba atado a un cuerpo sin sangre y la vida que dejaba atrás sobre
esas calles ya no la encontraría en ningún otro sitio.
A media mañana, cuando salió
del letargo y sin comprender como, Gonzalo estaba viajando en un ómnibus por
una carretera con rumbo norte. Era un cuerpo sin alma. Boca,
pies, hombros, un ser desacomodado sin miedo ni intensidad. En la mochila que
sostenía sobre los muslos, guardaba algo de ropa, un libro que no terminaba de
descifrar y su cuaderno de tapas azules plagado de garabatos lacrimógenos. En
la mano derecha sostenía una botella de vodka apenas comenzada, se quedó
buceando un instante en la etiqueta azul y blanca con palabras en ruso. Algo
crecía en su pecho y lo sostenía a pesar de todo, abrió la ventana, saco la
botella y fue volcando el liquido que se negaba a caer dibujando una llovizna
paralela antes de mojar la carretera. Su cabeza distorsionada le proyectaba un
aluvión de fotos entreveradas de la madrugada, imágenes saturadas de golpes,
gritos y corridas. Aun le taladraba en los oídos una frase: “cuando te agarre
te mato, hijo de mil puta” y los gritos, los golpes y más gritos y más golpes,
pero sobre todas las cosas el eco de los tiros y los ruegos desesperados
de Sandra llorando abrazada a los pies
de su padre.
Ella.
Siempre ella, salvándolo de
todo.
fino.
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