lunes, 20 de diciembre de 2021

La Antesala.

 

 

 

Todos los asientos estaban ocupados y la antesala, sudorosa, olía raro. El aire acondicionado musicalizaba la tensión del ambiente. Diez personas esperaban sentadas en bancos enfrentados, paralelos separados en dos filas de cinco en esa habitación de seis por cuatro. Las paredes blancas y solitarias, eran interrumpidas en su dureza por el aire mecánico colgado, casi tocando el techo en una de las paredes, en otra de las paredes un reloj y la foto lúgubre, amenazante, de una enfermera solicitando silencio desde su dedo índice formando una cruz con la boca. El calor, la impaciencia, el cansancio y aburrimiento eran la carga invisible de todos los que esperaban. Cada tanto se abría una de las dos puertas de la sala y una voz recitaba un apellido y un versito monocorde que todos conocían: solo media hora, luego debe retirarse. No había excepciones, nadie las pedía, fuese Gonzáles, Méndez, Martínez o Cruz, quien ingresaba asentían en silencio, atravesaba la sala y se perdía tras la puerta. En ese mismo instante, por la otra puerta ingresaba una nueva persona a ocupar el puesto libre completando la decena. Ese era el mecanismo, uno regresaba luego de media hora y otro ingresaba como recambio. Mecánico, todo mecánico. Hasta que dejó de serlo. La media hora se extinguió y Pereira, que había atravesado la puerta, no volvió a aparecer, como si se hubiese disuelto en las entrañas pegajosas de un monstruo. En ese momento de cambio, de los nueve que estaban esperando a ser llamados, ninguno se percató del leve movimiento en los ojos de la enfermera encuadrada en la pared, ni del sutil esbozo de sonrisa bajo el dedo prohibitivo que exigía silencio. Tampoco nadie notó el guiño rojo y fantasmal de la luz, que durante un micro segundo iluminó el techo. No se  cruzaron miradas sospechosas, asombradas, tampoco hubo desconcierto cuando se escuchó la voz llamando desde la puerta semiabierta a Morales sin que nadie entrara por la otra puerta para ocupar el lugar vacante. Morales ingreso. Las miradas barrían el piso. Ahora eran ocho. Un hombre de sombrero negro de ala ancha estornudó y se llevó rápidamente la mano temblorosa y arrugada hacia la boca intentando, en su recorrido, atrapar los restos del aire encapsulado en burbujas diáfanas que flotaban alrededor de su cara. Una anciana de saco rojo movió sus ojos de este a oeste cinco veces seguidas buscando asegurarse que las personas a su lado aun respiraban. El ruido del aire acondicionado se fue alargando y frenando así el trajinar monótono del minutero en el reloj. Nadie sentía nada, ni sed, ni hambre. Perdidos en la sala, no percibían el paso de las horas. Solo el oxigeno alimentaba esos cuerpos. Y pensar, tampoco podían pensar. Sentados, rectos, cabizbajos y en transe. Esperaban su turno, sumisos, únicamente sabían que debían esperar que su apellido rebotase en las paredes, en el techo, en el cuadro, en el reloj, en el equipo de aire que, al influjo de su ruido, marcaba el ritmo de la espera. La inocua e indolora espera. No se percibió el nuevo y leve resplandor. El aparato de aire con su tos eléctrica aceleró la velocidad gomosa del aire. La puerta se entreabrió, Frones fue el siguiente en perderse tras la puerta que, insaciable, seguía modificando el paisaje. Ahora eran siete. Nadie habló, ni preguntó, la distancia entre los que aun esperaban se comprimía sin que lo notaran. Eran cuatro enfrentados a otros tres, envueltos en la ciénaga donde abandonaban todos los deseos. La sala acercaba cuerpos pero no almas, almas mudas y perdidas en un lugar donde los pensamientos rotos y desarticulados eran como entes flotando en una gravedad atornillada al techo. Nieves, seis, otro abandono en la espera cronometrada. Lentamente se adormecían las lenguas, los ojos, y las piernas se les iban hundiendo en el piso húmedo. Salerno, otro guiño rojizo en las fauces del cuadro incrustado en la pared que se movía mínima e implacable acercando los espacios sobrantes. Carmona. Regueira. Antúnez. La voz afectada salía detrás de la puerta y el ritmo cadencioso de la orden: solo media hora y luego debe retirarse, iba perdiendo sentido, Al fin de cuentas nadie salía. El tiempo no se detenía. Nadie regresaba, nadie entraba. El ojo de la cerradura reflejaba en el suelo una claridad que provenía desde el otro lado de la puerta y hacía sombra sobre el piso cada vez más cargado de agua, que las baldosas, ahora movientes, escupían desde sus uniones. Las paredes se fueron tiñendo más y más de rojo, eran en un puzzle asfixiante. El ruido monocorde del aire acondicionado comenzó a desparecer en el aire espeso de la sala de espera. La diferencia entre la puerta de entrada y la de salida se iba borrando, la luz que caía desde el ojo de la cerradura mostraba la diferencia, pero nadie lo notaba, esperaban, solo esperaban. Los ojos en blanco y negro de quienes quedaban se confundían en el cuadro, en el reloj, en el agua desparramada sobre el piso que  se iba pigmentando de rojo. Bermúdez se hundió tras la puerta y en la última media hora, perdido en su espera Lemos, se olvidaba de vivir, como todos los que habían esperado. El aire acondicionado se retorció en un último suspiro, cuando dejó de funcionar. El reflejo del ojo de la cerradura se apagó sobre el agua colorida. El cuadro cayó al suelo formando pequeñas olas que rebotaron el la habitación de menos de dos metros cuadrados. El reloj explotó en silencio, se partió en mil pedazos y restos de arena fosforescente se esparcieron en el aire. En la cabeza de Lemos, casi a punto de explotar, nació el pensamiento de intentar respirar, de pensar en cosas que ya no pensaba durante esa espera inútil, estéril. ¿Que estaba haciendo? ¿Que estaba esperando en esa sala sofocante y maldita? Había olvidado a que había llegado hasta ahí y porqué se había sentado a dejar que el tiempo y las personas a su lado pasaran sin preguntar, sin hablar, sin mirar ni ser mirado. Estaba solo, aguardando que su apellido fuese pronunciado por una voz desconocida desde atrás de una puerta que ansiaba devorarlo, como a todos. Esos que en lapsos de media hora se perdieron entre chispazos rojos y macabros. En ese instante se resistió a ser tragado, picado y masticado. Su carne tenía precio, marca y etiqueta. Comprendió que su cuerpo y sus manos ya no producían las partículas necesarias para el desarrollo incesante y caníbal de la cadena vital. El era otro de los eslabones oxidados, sustituibles, perdidos y olvidados. Lemos vio el sutil reflejo rojizo y se negó a cerrar los ojos. Escuchó su nombre tras la puerta semiabierta de la habitación de tan solo un metro cuadrado. Se levantó de su asiento minúsculo y se dejó caer al suelo zambulléndose en el agua escarlata. Se dejó escapar entre las grietas de las baldosas quebradas evitando ser aniquilado tras la puerta, por la que todos cada media hora desaparecían.

 

 

fino.

Diciembre 2021.

jueves, 16 de diciembre de 2021

Quimicamente enfermos.

                                                         

Recién bañada volvió a su cuarto descalza y con el pelo mojado envuelta en una toalla. Yo había quedado esperándola escuchando un disco de Páez que no paraba de girar en la bandeja, en nuestras cabezas. Dejó caer la toalla empapada y se quedó desnuda de espaldas a mí. Otra vez desnuda cerca de mí, pero esta vez era diferente, completamente diferente. Ya no podía tocarla, ni acariciarla, no podía rozar con mi lengua sedienta sus pechos hermosos, ansiados. Yo la amaba, ella ya no. Para ella era natural, no para mí que alucinaba loco de amor y deseo. Se peinó frente a un espejo que me la mostraba por todos lados impidiéndole a mi angustia morir. Al volver ella había dejado sobre un mueble lleno de frasquitos, cuadernos, libros y   otras mil cosas, una hipodérmica cargada con tres centímetros cúbicos de anfetaminas destiladas. Era mi turno. En sus ojos desorbitados explotaba su mundo interior, en su cabeza quién sabe qué otras cosas. Tal vez esas palabras que todavía no se atrevía a decirme y que yo, resignado, esperaba sentado sobre su cama. La conocía. Sabía lo que venía: más distancia, más dolor, soledad, abandono y desamor. Se peinó paciente y enroscada, buscando en el aire las palabras justas con las que darme el golpe final. El disco seguía girando, sonaba “Alguna vez voy a ser libre”, toda una premonición. Ella, sin ninguna prisa, buscó una de sus tangas minúsculas en un cajón, eligió una blanca con encajes, imperceptible. Separó de a poco las piernas y me extravié en su pubis apenas sombreado, otro motivo de mi herida. Luego cubrió su cuerpo con una remera azul que desbocada se desbordaba por sobre su hombro izquierdo. Que linda era, cuanto la amaba. Cuanto la amo. Encendió un cigarrillo, de sus labios entreabiertos se escapó una cortina de humo azulado y esa manera de quebrar la muñeca para sostenerlo entre sus dedos me dejó en llamas. De ida y vuelta sensual, hasta el infinito. Ella era el fuego. Giró hacía mí enmarañando su pelo recién peinado, incrustó sus ojos enfermos de sinceridad en mí cara vencida frente a su felina y natural lujuria. Me preguntó si estaba listo. Dije que sí, y le ofrecí mi brazo derecho. Ella, paciente, buscó mi vena y clavó la aguja llevándome en un flash hasta el cielo-infierno. Dejó que me recostara, y que millones de lucecitas eléctricas y coloridas se desparramaban a toda velocidad bajo mis párpados cerrados. Mi corazón bombeaba imágenes, paisajes y millones de palabras que iba guardando para cuando me desbocara sin piedad sobre una hoja en blanco. Respiré profundo, muy profundo y me zambullí en la despedida de nuestra última noche en vela. Sabía que no volveríamos a vernos dentro de ese cuarto, ella semidesnuda, yo desnudo, herido, abandonado a mi suerte y sin su amor. Después de algunos minutos me pidió que saliéramos a caminar. A pura adrenalina y envueltos en la penumbra de la madrugada, nos perdimos entre las calles de la ciudad, rumbo a la rambla y con una botella en la mano. Estábamos en comunión, conectados, intensos. Dije que la iba a extrañar, que por más que todo terminase así nunca dejaría de amarla. Ella repitió la frase que me había cansado de escuchar saliendo de su boca divina. Por un instante la odié, como nunca la odié, a ella y a la maldita frase: “Si amas a alguien déjalo libre. Y yo te amo”. Mientras caminábamos mi mirada barrió el suelo y en mi boca se atragantaron las ganas de decirle que todo eso era una estupidez, que eso no se trataba de amor. Se trataba de que ya no me amaba. Que yo no era suficiente, que se le habían agotado el deseo y la paciencia. Que yo era otro. Que ella era otra y que eso era mejor que mentir y adornar con palabras bonitas o pensamientos elevados la cruda verdad. Ya no me amaba. Pero todo eso murió en el pico de la botella mientras que, sentados en la arena y químicamente enfermos, esperábamos la salida del sol. Vaciamos la botella, me besó por última vez en la boca y me dejó desparramado sobre la arena. Una vez más apreté los ojos, y mientras algunas lágrimas la despedían para siempre, la luz naranja del sol naciente me quemó los párpados. Ese incendio que llenaba de luz el telón de mis ojos me llevó unas horas atrás en el tiempo, al precioso instante en que pinchó con la aguja afilada mi vena inflada. A cuando la sangre estalló dentro del cristal dibujando un mapa deforme y rojo en líquido encapsulado. El mapa indefinido del precipicio pintado de éxtasis, misterio y abandono. Sin darme cuenta sonreí, comprendí que ella también era una droga y que nunca más las volvería a probar.

 

fino.                     del libro: Mil Bares

Diciembre 2021.

Música de fondo: Alguna vez voy a ser libre - Fito Páez.