jueves, 16 de diciembre de 2021

Quimicamente enfermos.

                                                         

Recién bañada volvió a su cuarto descalza y con el pelo mojado envuelta en una toalla. Yo había quedado esperándola escuchando un disco de Páez que no paraba de girar en la bandeja, en nuestras cabezas. Dejó caer la toalla empapada y se quedó desnuda de espaldas a mí. Otra vez desnuda cerca de mí, pero esta vez era diferente, completamente diferente. Ya no podía tocarla, ni acariciarla, no podía rozar con mi lengua sedienta sus pechos hermosos, ansiados. Yo la amaba, ella ya no. Para ella era natural, no para mí que alucinaba loco de amor y deseo. Se peinó frente a un espejo que me la mostraba por todos lados impidiéndole a mi angustia morir. Al volver ella había dejado sobre un mueble lleno de frasquitos, cuadernos, libros y   otras mil cosas, una hipodérmica cargada con tres centímetros cúbicos de anfetaminas destiladas. Era mi turno. En sus ojos desorbitados explotaba su mundo interior, en su cabeza quién sabe qué otras cosas. Tal vez esas palabras que todavía no se atrevía a decirme y que yo, resignado, esperaba sentado sobre su cama. La conocía. Sabía lo que venía: más distancia, más dolor, soledad, abandono y desamor. Se peinó paciente y enroscada, buscando en el aire las palabras justas con las que darme el golpe final. El disco seguía girando, sonaba “Alguna vez voy a ser libre”, toda una premonición. Ella, sin ninguna prisa, buscó una de sus tangas minúsculas en un cajón, eligió una blanca con encajes, imperceptible. Separó de a poco las piernas y me extravié en su pubis apenas sombreado, otro motivo de mi herida. Luego cubrió su cuerpo con una remera azul que desbocada se desbordaba por sobre su hombro izquierdo. Que linda era, cuanto la amaba. Cuanto la amo. Encendió un cigarrillo, de sus labios entreabiertos se escapó una cortina de humo azulado y esa manera de quebrar la muñeca para sostenerlo entre sus dedos me dejó en llamas. De ida y vuelta sensual, hasta el infinito. Ella era el fuego. Giró hacía mí enmarañando su pelo recién peinado, incrustó sus ojos enfermos de sinceridad en mí cara vencida frente a su felina y natural lujuria. Me preguntó si estaba listo. Dije que sí, y le ofrecí mi brazo derecho. Ella, paciente, buscó mi vena y clavó la aguja llevándome en un flash hasta el cielo-infierno. Dejó que me recostara, y que millones de lucecitas eléctricas y coloridas se desparramaban a toda velocidad bajo mis párpados cerrados. Mi corazón bombeaba imágenes, paisajes y millones de palabras que iba guardando para cuando me desbocara sin piedad sobre una hoja en blanco. Respiré profundo, muy profundo y me zambullí en la despedida de nuestra última noche en vela. Sabía que no volveríamos a vernos dentro de ese cuarto, ella semidesnuda, yo desnudo, herido, abandonado a mi suerte y sin su amor. Después de algunos minutos me pidió que saliéramos a caminar. A pura adrenalina y envueltos en la penumbra de la madrugada, nos perdimos entre las calles de la ciudad, rumbo a la rambla y con una botella en la mano. Estábamos en comunión, conectados, intensos. Dije que la iba a extrañar, que por más que todo terminase así nunca dejaría de amarla. Ella repitió la frase que me había cansado de escuchar saliendo de su boca divina. Por un instante la odié, como nunca la odié, a ella y a la maldita frase: “Si amas a alguien déjalo libre. Y yo te amo”. Mientras caminábamos mi mirada barrió el suelo y en mi boca se atragantaron las ganas de decirle que todo eso era una estupidez, que eso no se trataba de amor. Se trataba de que ya no me amaba. Que yo no era suficiente, que se le habían agotado el deseo y la paciencia. Que yo era otro. Que ella era otra y que eso era mejor que mentir y adornar con palabras bonitas o pensamientos elevados la cruda verdad. Ya no me amaba. Pero todo eso murió en el pico de la botella mientras que, sentados en la arena y químicamente enfermos, esperábamos la salida del sol. Vaciamos la botella, me besó por última vez en la boca y me dejó desparramado sobre la arena. Una vez más apreté los ojos, y mientras algunas lágrimas la despedían para siempre, la luz naranja del sol naciente me quemó los párpados. Ese incendio que llenaba de luz el telón de mis ojos me llevó unas horas atrás en el tiempo, al precioso instante en que pinchó con la aguja afilada mi vena inflada. A cuando la sangre estalló dentro del cristal dibujando un mapa deforme y rojo en líquido encapsulado. El mapa indefinido del precipicio pintado de éxtasis, misterio y abandono. Sin darme cuenta sonreí, comprendí que ella también era una droga y que nunca más las volvería a probar.

 

fino.                     del libro: Mil Bares

Diciembre 2021.

Música de fondo: Alguna vez voy a ser libre - Fito Páez.

 

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