viernes, 8 de noviembre de 2019

Un último café.


                                                                      


                          
Lo mire fijo y esperé su respuesta.
- Cumpliremos con todo lo pactado. De eso puede estar segura –dijo sin mirarme a los ojos.
Claro que al darme esa respuesta lo único que logró fue dejarme más intranquila.
- Lo entiendo. pero de todas maneras, necesitaba que me lo confirmaran. Como imaginará se trata de mucho dinero. Fue un gran esfuerzo llegar a dicha suma. Usted nos comprenderá –dije sin alterarme.
- Lógicamente Sra. de Fernández, pero no tiene de que preocuparse. Apenas tengamos novedades nos comunicaremos con usted.
Al despedirnos el vendedor mantenía el mismo tono de voz, la misma métrica en el uso de las palabras y esa exasperante semi-sonrisa dibujada en la boca. Dejé la automotora sin perder el nerviosismo que me había llevado hasta allí. Después de todo, no era un modelo difícil de conseguir, lo que más complicaba el asunto era el color. Pero a Luis, mi esposo, se le había metido en la cabeza que ese azulcito eléctrico sería la diferencia. La estúpida diferencia con los autos fotocopiados de los vecinos de la cuadra. Últimamente me preguntaba, cada vez que me sucedían cosas como esta, ¿Que fue lo que me llevo a vivir con un hombre así? Casi seguro porqué en algún momento todas las locuras coinciden. Pensándolo fríamente, por su carita de ángel y su cuerpo perfecto, o tal vez el modo salvaje con que hacíamos el amor. Si. Eso. Sobre todo eso. Antes no me molestaba cuando me decía cosas a contra mano de mis principios. Pero ahora no soporto esa frivolidad con la que maneja los asuntos que son tan importantes para mi. Hace tiempo todas mis rabietas desaparecían cuando el me besaba, cuando me envolvía entre sus brazos y terminábamos sudorosos y enredados sobre la cama. Ahora el tiempo pasó. Ese fuego entre nosotros sigue encendido, pero cada vez me molestan más las cosas que antes no. Intentando sacarme esos pensamientos de la cabeza, entré en un bar. Lo llame por teléfono para contarle la charla con el vendedor. Palabra por palabra. Coma por coma y punto por punto, como a el le gusta. Le explique que pronto recibiríamos el auto. Pero por su modo de hablarme, adivine que no estaba muy conforme con mi trámite. Luego prosiguió. Que debía haber insistido. Que debería haber exigido. Que el dinero era nuestro. Que se habían comprometido a entregarnos el cero kilómetro en treinta días. Que esto, que aquello. Alejé el teléfono de mi oído. Le pedí al mozo que esperaba frente a mi, un café grande y dos medidas de whisky sin hielo. Odio el alcohol. Desde la mesa, donde había apoyado el teléfono, el murmullo monocorde seguía ululando y llegaba hasta mi cerebro. Apenas percibí una pausa en su monólogo, levante el aparato y le dije que yo pensaba exactamente igual que el. Le pregunté a que hora llegaría a casa esa noche. Respondió, con la seguridad de siempre, que a eso de las diez. Me despedí con un beso y con el “te quiero” más falso que había pronunciado en toda mi vida. Me tragué de un sorbo el whisky y revolviendo maquinalmente el café caí en la cuenta que no le había echado nada de azúcar. Repasando lo que había visto dentro de la heladera en la mañana, pensé en un posible menú. Pero resolví que ya no iba a cocinar. Tenía todo el tiempo el mundo. Elegí tomarme el café antes que se me enfriara para siempre, como el amor.





                                 



fino.
Noviembre 2019.                                 Ilustraciòn: Diego Soria.

miércoles, 16 de octubre de 2019

Hiel púrpura.

                                                                    



Soy puto, ¿y qué? –dijo Marcos mientras miraba a su padre a los ojos, desafiante y con sed de venganza.
La cara sudorosa del viejo se deformaba bajo un cono de luz opalina. Con los brazos extendidos y las manos crispadas apretando el vacío que los separaba, estalló en llanto al oír la confesión de su hijo.
-Estás enfermo –dijo desencajado.
Marcos sonrió. Posó el dedo índice de su mano derecha sobre sus labios imitando la foto de la enfermera que todavía cuelga en algún hospital olvidado.
-Ya no voy a esconderme –.
Juvenal no soportó la pose de su hijo y se dejó caer desarticulado sobre el sillón. Se llevó las manos a la cara tapando su vergüenza con los anillos de oro que  no podían pagarle una vuelta atrás en el tiempo. No se derrumbaba el sueño del hijo en la lista infinita de doctores en la familia. Tampoco estaba en peligro la continuidad del apellido que abría todas las puertas. Estaba en caída libre su postura intransigente frente a los cambios de doctrinas, que el rechazaba sin escrúpulos ni descanso ante quienes osaran pensar diferente. El solo se preguntaba: ¿Dios mío, porqué esta maldición? ¿Porqué a mi?. Viéndolo desangrarse por la herida, Marcos apretó el acelerador y decidió sacrificarlo allí mismo. Dejaría caer sobre su padre el rencor que lo había asfixiado durante tantos años.
-¿Querés que te diga algo más? Fue tu hermano Esteban que con su lengua y sus dedos inmundos terminó con mi inocencia. El santo de tu hermano, ese gran hijo de puta del que estás tan orgulloso, y que no es ni por asomo un poco más hombre que yo.
El viejo totalmente fuera de la si, se removía en su asiento poseído por un odio que le pintaba la cara de rojo y hacía que su corazón estuviese a punto de explotar.
-Solo eso faltaba, acusar a tu tío. Ya no te queda nada por destruir-.
-Si que me queda. Podrías preguntarle a Clarita por que se fue de casa apenas tuvo la capacidad de hacerlo.
-¡Ahh, no!. Metes a tu hermana también.
- No. Yo no la meto. Fue Esteban quien la arrastró a la desesperación. Mientras vos vivías en tu mundo y con los ojos tapados. No podrán comprar el perdón. Voy a terminar con todo.
-Dejàte de inventar estupideces. ¿Querès mariconear? Agarrà  tus cosas y mandate a mudar en el primer avión. No hagas más daño-.
-Si, claro, hacerte daño. ¿Sabès una cosa? No quiero la culpa que me regala tu miedo. Ustedes van a tener que hacerse cargo. Hasta acá llegó mi silencio.
Marcos volvió a sentir la impotencia del desprotegido, del humillado. Había vomitado el dolor de mil noches ahogadas en la almohada, mientras destrozaban su inocencia frente a la ceguera de la carne. El sueño de Juvenal y Esteban  De los Campos se destruía. Ellos, dueños de cosas y de humanos. El viejo se mordió el labio hasta sangrar. Una columna púrpura le nació en la comisura y en un descenso veloz le mancho el cuello de la camisa blanca y siguió dibujando el curso de un río deforme hasta llegarle al corazón. No fue un balazo, ni un accidente lo que le quitó la vida. Fue la incapacidad de entender que no hay rejas para detener la miseria humana cuando el enemigo vive dentro. El corazón de Juvenal De los Campos se había detenido. Marcos lo percibió y no sintió absolutamente nada. 
Tampoco le importó no sentirlo.


fino.
Octubre 2019.
 Del libro: El Gen de la Bestia.    Ilustraciòn : Diego Soria.
 

miércoles, 2 de octubre de 2019

La posibilidad del accidente.

                                                                          



Se aferró con furia al volante mirando la luz que venía hacia el a toda velocidad. Decidió pisar el acelerador a fondo al tiempo que cerraba los ojos.
La oscuridad total en la que estaba envuelto se fue disipando por un fino haz de luz que caía por lo que parecía ser el ojo de una cerradura. Palpó su cara, sus piernas y poco a poco comprobó que todo estaba en su sitio, la nariz en el lugar de la nariz, la boca en lugar de la boca, sus pulmones funcionaban y el corazón  bombeaba un fuego eléctrico hacia los ojos. Separó los labios y susurrando pidió lo que mas deseaba en el mundo: “ ¡Agua, agua!”. Las palabras rebotaron en su entorno y se fueron alejando lentas, obstinadas hacia el infinito. Intentó separar su cuerpo de la cama en la que estaba recostado pero no pudo despegarse un solo milímetro, apenas consiguió mover las manos, era un ave herida aleteando después de un disparo certero. Necesitaba ayuda, saber donde estaba atrapado. Sus ojos se llenaron de lágrimas al ver la imagen de Magdalena, recortada por la luz. Su pecho estaba oprimido por el desconsuelo, las lágrimas rodaron por sus mejillas ,bajaron por el cuello hasta empaparle la nuca. Rescató con la lengua el resto de una lágrima con la que apenas humedeció sus labios, maldijo en un idioma imposible de comprender al pensar que se estaba alimentando en el infierno. La sal de la lágrima no hizo mas que agigantar su sed, ella se acercó y con un paño blanco embebido en agua fresca. Comenzó a limpiarle las heridas de su cuerpo lacerado, le lavo las manos, los pies y el torso ensangrentado. Otra vez ella, su amor, calmaba sus heridas mientras que con voz pausada enumeraba las veces que él había traicionado, las veces que había engañado y todas las promesas, que por soberbia, había dejado de cumplir. El sucumbió en la miseria de sentirse hueco, sin paz. Su vida comenzaba y terminaba allí, en el origen de esa luz, en ese faro inmóvil y en las palabras implacables de ella. Eso lo desencajo, se dio asco, tuvo miedo y sintió el horror de haber fallado siempre. Intentó gritar con todas sus fuerzas pero esta vez un silencio inhumano le estalló en la boca. Quedó atrapado en el aire grasoso del terror y sujetándose con todas sus fuerzas a los lados de la cama, se desvaneció. En ese segundo infinito, el tiempo se detuvo. Despertó en el limite difuso de lo real y lo imaginario, despertó en el temporal caótico de los deseos ajenos. El, gigante y minúsculo, descreyendo de su propia historia vio a Magdalena guiándolo a través del ruido ensordecedor de neumáticos derrapando en una frenada violenta.
Levantó el pie del acelerador, soltó desesperado el volante, abrió los ojos y se llevó las manos a la cara frotándose con furia. La luz a su frente ya no existía y lentamente el auto volvió a transitar por esa vieja carretera desierta, oscura.

  fino.
 
Del libro: El Gen de la Bestia

martes, 17 de septiembre de 2019

Elegía II

                                                                       



A ella la alimentan con químicos mientras se retuerce sobre la cama pidiendo ayuda. Otras veces está muerta en vida como una estatua de carne que solo consigue mover los ojos. Las paredes blancas de la sala están muy lejos de ser puras y santas, tampoco es tan real el paisaje que se dibuja más allá de la ventana. Solo existe el vacío que la va acercando de a poco a otra mañana. Cuando las sábanas le queman la piel un color ceniciento transforma su belleza en un recuerdo lejano. El sufre al verla. Ella no tiene lugar para agujas en los brazos, la morfina la lleva hasta el delirio y la trae de los pelos a la vida como una jauría. Entonces ella alucina y su voz se transforma en jeroglíficos, en colores de agua. Sacame de este turquesa. Sacame esto podrido y reventalo contra la pared, le dice esperando que el pueda entenderla y consiga encontrarle una salida. El llora y cae en la cuenta de que muchas veces se habla de dolor y de coraje simplemente porqué esas palabras llegan a la boca. Ella implora, balbucea y convulsiona cuando la enfermera aumenta la dosis. Un flash le azota el cerebro hasta dejarla consciente solo por veinte segundos. Veinte segundos fatales, asesinos en los que ella lo mira y al encontrarse con sus ojos lo destroza. Ahí, cuando de verdad es ella, le dispara sin piedad confesándole: Ya no quiero vivir así. El la acaricia, la toma de la mano, intenta tranquilizarla para que pueda respirar y acercarse un poco más a su alma. Pero hace la misma estupidez que todos ¿a quien diablos se le ocurre llevar metáforas a un entierro? Ahora cuando todo se acerca al fin, el solo desea creer en otras maneras de nacer, en otras vidas. Ella, que siempre regalo luz, huele a muerte y traga remedios sangrando ocres llenos de dolor. El piensa en sus hijos, piensa en arrancarle el respirador, los cables y desviarla de la carretera hasta hacerla volcar, para que deje de vivir su muerte y el matar un poco de la suya.


fino.






Agosto 2019.

Del libro: El Gen de la Bestia.

jueves, 22 de agosto de 2019

Elegía.

                                        

   

                                        

                                              "La cabeza vuela, la literatura es lenta".

Saco mis manos de la máquina de escribir y camino hacia el balcón. Apenas abro la ventana me devora el aire helado de la madrugada. Arrasado por la decepción, mis dudas se despejan y comprendo que todo lo que escribo es pésimo, aburrido. Asumo que solo construyo redacciones anodinas, llenas de metáforas y descripciones infinitas. Sin tripas, sin alma. Lo intenté, pero no puedo salir del estùpido laberinto de colocar tildes sobre las consonantes como si eso me convirtiera en un escritor diferente. Ya pasó de moda pagar con sal, los tesoros cambiaron y por más artero que sea el vino sigo sin poder atravesar la dura cáscara de mi mediocridad. Una y otra vez caigo en la grieta esencial que existe entre sentir y poder escribirlo. Perdí todo. Gasté todas las fichas y no hago más que crear imágenes insulsas que masacran sin piedad toda belleza. Mi lápiz estéril se repite sobre ríos de tinta derramada. Me voy quemando en el tiempo y lo que más me duele es que ya no existe en mi un animal escondido. Siento pavor al notar que solo es mi instinto de supervivencia el que me hace girar y girar sobre mis huellas. Sé que el silencio no miente. Con el vientre a punto de estallar y la cara llena de lluvia, decido hacer lo que tantas veces he postergado: dejar de escribir.
        
 
        
fino.



                                              
                                                                                               



viernes, 19 de julio de 2019

Gajes del oficio

                                                                   



 
Me llamaron porque no podían sacarle una palabra. Al cruzarme con “El Oso” en la puerta de la sala me dijo: Morales, a ver si vos tenés más suerte, pero  andá suave, no te pases. Es que todos lo saben, me gusta el olor a carne chamuscada y los chispazos azules del corto-circuito. Que puedo hacer si
eso me hace sentir que soy importante. Es como que dejo mi cuerpo, entro en éxtasis y puedo gobernar el planeta en el encierro sofocante de estas cuatro paredes. Debo decir que es delicioso, que nada se compara a ese idioma incomprensible que les sale de la boca cuando la lengua choca contra el trapo apretado con los dientes. Acá me siento en la cima, la cara se me ilumina y puedo ver todo con tal claridad que sería capaz de dictarle a un escribiente mi Biblia y mi credo. Adoro el aleteo inútil y violento de los brazos descarnados cuando los desgraciados quedan como pollos sin cabeza bailando en círculos intentando eludir el momento siguiente. Que puedo hacer si soy un genio apretando alambres contra las muñecas desolladas, en golpear entre las costillas y el hígado sin dejar moretones. Eso si que duele y hace que se desmoronen por la montaña de la voluntad. Soy un experto. Por eso me eligieron, por eso me temen, porque soy poderoso. Después de todo no me importa si los de arriba tienen más estrellas en el traje, ellos están para hacer las preguntitas, sin embargo acá el que manda soy yo. Me tratan de loco, pero saben que en este infierno yo soy dios, puedo redimir a propios y extraños de todos los pecados. La puta madre este ya dejo de patalear, los coágulos de sangre se le escapan por la mordaza y los ojos le quedaron en blanco. Se volvió carne muerta, gajes del oficio. Yo lo dejo acá y que ellos hagan lo de siempre. Hoy tengo que llegar a casa temprano, la familia espera, estamos de fiesta. Es el cumpleaños de mi mujer, le voy a dar el regalo que compré y un lindo ramo de rosas. Seguro que ella al besarme me dirá como siempre: Mi flaco divino, sos un santo, hace rato que te ganaste el cielo.



                                                                                            " Para recordar sobre qué estamos parados,
                                                                                                                                          ¡nunca más!."

                    
 fino.
  Junio 2019             
 Del libro: El Gen de la Bestia.             Ilustraciòn : Diego Soria.

jueves, 20 de junio de 2019

La mitad de todo

                                                          

                                                                         





Al momento que golpeaban a la puerta, Gabriel dejaba caer sobre la olla de barro unas gotas de aceite y las verduras que había estado cortando. Tiras de morrón rojo, cebolla colorada, morrón verde y ajo crepitaban sobre el barro caliente, cuando se escucharon otra vez los golpes. Apoyó la cuchara de madera sobre una tabla y llegó hasta la puerta con paso acelerado. Era Laura, tenía puesto el vestido ajustado y rojo que tanto le fascinaba, traía una botella de vino blanco, un ramo de flores y las últimas perlas de sol que le quedaban a la tarde.
-Pasá, ya estoy cocinando –dijo Gabriel al besarla en la mejilla.
Le dio la espalda y ella quedó sorprendida en el umbral de la puerta, esperaba un beso más fogoso o mucho más profundo. Todo sigue igual, vino blanco sabiendo que comeríamos carne roja, pensó él mientras sumaba rodajas de tomates y zanahorias sobre las verduras que cambiaban de color al cocinarse en la temperatura justa. Agregó una taza de caldo sin escucharla cuando preguntó si dejaba el vino en la heladera.
-Me alegró muchísimo recibir tu llamada, hace tiempo que esperaba –dijo ella al tiempo que guardaba la botella en el refrigerador.
-Si. Nos debíamos este encuentro, demoré demasiado, pero necesitaba pensar. Pone algo de música, movete tranquila, estás en tu casa -dijo él concentrado en su tarea.
Nunca mejor dicho pensó ella, que extrañaba sus cosas y que permanecían en el mismo sitio en que las había dejado. Eligió un disco de Sade, música especial para una noche especial, dejo la púa en el surco y la voz sensual de la cantante comenzó a invadir el apartamento, las caderas de Laura dibujaban curvas sobre el swing.
-¿Tomamos un poco de vino? –preguntó ella imaginando una velada perfecta.
-Si, claro. Acá hay una botella abierta.
Ella con dos copas en la mano disfrutaba atraída por el perfume a romero y tomillo fresco que el recién había desparramado sobre la cocción junto con una hoja de laurel. La salsa estaba llegando a su punto máximo, era momento de agregar las rodajas de papas y los bifes de lomo. Era el momento justo de cocinar todo en su jugo y a fuego lento. Tiempo, todo era cuestión de tiempo.
- Te llamé por qué necesito hablarte –dijo Gabriel mientras dejaba sobre la mesada el repasador, perfectamente doblado como siempre.
-Yo también lo necesito Gabriel y además quería disculparme.
-Shh, no digas nada. No hace falta, lo que pasó, pasó. No me interesa saber nada más del asunto. Solo quiero que estemos bien.
La cara de Laura se iluminó. La copa de vino tinto que terminaba de beber le quitó los nervios y las palabras de Gabriel hicieron el resto. Sonrió, sabía que él no podía dejarla así como así. Ella entrecerró los ojos y se dejó envolver por la música que la arrastraba a lugares conocidos. Amaba ese disco, era la banda sonora de tantas noches de amor, el as en la manga al momento de las caricias. Laura apagaba las luces y prendía velas de colores que había desperdigadas por todo el apartamento. Gabriel sacudió la cabeza lentamente sabiendo lo que Laura proyectaba. Con la copa vacía en la mano fue camino hacia la botella, decidió rectificar el sabor de la cena, una pizca de azúcar para atenuar la acidez y luego volcó el resto del vino sobre la preparación para mejorar la consistencia. Ella bailaba y nunca imaginó lo que Gabriel le diría.
- Ahí sobre la mesa hay unos papeles. Necesito que los firmes.
Ella fijo la vista en los documentos y asombrada comenzó a leer, él le allanó el camino dejando de lado las formalidades que guardaban las palabras.
-Mira, es la mitad de todo, del apartamento, del terreno y la cuenta del banco. Creo que es lo justo para poder comenzar una nueva vida. Lo sentimental es otra cosa, para mi todo eso esta muerto y vos ya te encargaste de ese velorio.
Laura quedó petrificada con los papeles en la mano mirándolo con ojos perdidos. El le señalo una birome y camino a la cocina le dijo:
-En diez minutos cenamos, solo faltan unas arvejas frescas y un poco de perejil.
Sade llenaba el silencio con la cadencia de su voz cuando se escuchó el portazo en la puerta de calle. Gabriel suspiro y dejó caer los hombros, destapó otra botella de vino tinto, extendió el mantel, colocó la olla en una tabla sobre la mesa alumbrada por las velas. El aroma de la comida se volvió insoportable y el vino blanco moría avinagrado en la heladera.
-La mitad de todo –dijo en voz alta mientras servía dos platos y llenaba las dos copas.




fino.
junio 2019.                 ilustraciòn: Diego Soria.

lunes, 20 de mayo de 2019

La Barra del Bar

                                                     



 

Gustavo frente al espejo, se enfundó en la camiseta del equipo de sus amores, “el más grande del mundo” y se calzo los lentes oscuros. Con su pelo negro revuelto, la bandera al cuello, la sonrisa amplia y con paso apresurado, salió rumbo al bar. La barra esperaba. Allí estaban, Santi, el Porteño, Pato, Miguel, Venezuela, el Quique, Facu, Beta y las hermanitas Romero, todos con algo distintivo del equipo. La barra estaba completa, todos sentados a la mesa de siempre, la que los recibía cada día de partido como desde hacía diez años, y con faltas a la cita que se contaban con los dedos de una mano. Muertes, nacimientos, de vez en cuando alguna boda; había pocas circunstancias que justificaran la ausencia en el rito de los domingos. Por la euforia que se percibía desde afuera del bar, pero más que nada por los envases vacíos sobre la mesa, Gustavo se dio cuenta de que había llegado tarde. Atravesó la puerta de vidrio, se encamino rumbo a sus amigos y con voz potente saludo a los presentes:

-Que dice la barra, ¡vamo´ nosotros, vamo´el cuadro heee!

Las risas, los abrazos, los saludos y las palmadas en la espalda uno a uno, como siempre, como tantas veces, como cada encuentro en tantos años.

-¿Che, al final, hoy juega el zurdo Pereira? –preguntó Santi para entrar en clima.

-Que va a jugar ese pecho frío –dijo el Porteño– ese no puede jugar ni con tierra.

Las carcajadas y las voces opinando se mezclaban en un solo y estridente rugido. El gallego dueño del bar se acercó hasta los muchachos y trajo un vaso para Gustavo.

-Me perece que hoy no “janan” –dijo el gallego mientras dejaba el vaso sobre la mesa.

-Cállese gallego yeta, traiga dos cervezas más y dedíquese al mostrador, que usted de fútbol no sabe nada -dijo una de las hermanas Romero.

-Estas niñas son un caso tío, joder –gruñó el dueño del bar.

Los aplausos y los golpes sobre la mesa remataron la retirada del gallego rumbo a su escondite y trono.

-Che, estos periodistas y los de la tele me tienen podrido –dijo Miguel- siempre lo mismo. Nosotros tenemos la culpa de todo, la tienen con la gloriosa, solo palo para nosotros y pa´los muertos de frío ni una sola crítica.

- ¿Que pasó? -pregunto Gustavo.

- ¿Como que pasó, no escuchaste? -explotó Miguel.

-No Miguel, sabes que no escucho programas deportivos, ni noticieros –se justificó Gustavo.

-Se pasaron toda la semana jodiendo con la bandera. Que las banderas esto, que las banderas aquello, que los mal vivientes, que los dirigentes y yo que sé cuantas cosas más. Solo a nosotros nos dieron palo. ¡Solo a nosotros!

-Pero loco, ¿pasaron esas cosas o las inventaron?

-Si pasaron, pero solo nos persiguen a nosotros, ellos hacen lo que quieren y nunca pasa nada –terció Venezuela.

-Y si, hasta que la mujer del ministro los siga bancando, esto no va a cambiar –opinó Miguel.

-Déjense de jorobar si nos mandamos las cagadas a llorar al cuartito –dijo Gustavo.

- ¿Cómo? ¿Vos estás loco? ¿Qué te pasa? -gesticulaban y se enardecían al unísono Venezuela y Miguel.

-Nada loco, me parece que si vos no haces cagadas, nadie puede reprocharte nada. Hasta que no entendamos que no tenemos que entrar en esa, vamos a seguir con los líos de siempre –dijo Gustavo.

Un silencio glacial se derramó desde el techo hasta la mesa y sobre la barra futbolera.  

-Pero Gustavo, vos estás loco, ¿te vendiste? ¿No te das cuenta? -pregunto eufórico Miguel.

-Pará Miguel, me parece que hay dos cosas que tenés que separar. Una es que no podès echarle la culpa a los demás por los errores que cometes vos y otra es que, hagan lo que hagan los otros, vos no podes hacer lo mismo. ¿No te parece?

-¡Anda gil santurrón! Siempre con tu hidalguía y tus principios socialistas. ¡Anda!, vos, los ministros, tu partido político y todas tus teorías llenas de moralina, me tienen podrido.

-No mezclemos botijas –pidió la otra hermanita Romero.

-Acá el que mezcla las cosas es Miguel, ya sacó su perfil reaccionario -siguió diciendo Gustavo-. No tiene nada que ver la política. Es filosofía de vida, yo lo único que digo es que me importa un carajo lo que hacen los demás, para cambiar las cosas es necesario que cambiemos nosotros y que no repitamos las cagadas de los otros para medir a ver quién la tiene más grande. ¡Somos unos turros, igual que ellos!

Los parroquianos en la otra sala del bar fueron acallando el ronroneo de fondo, giraban sus cabezas y miraban hacia la mesa de los futboleros, se hacían señas entre ellos. Miguel acompaño su descontento con un golpe de puño estruendoso sobre la mesa, los vasos dieron pequeños saltos, los platos con los restos de picada quedaron tambaleándose, girando alrededor de si mismos, ruidosos.

-¿Estas son las cosas de la vida que realmente querés? Pará la moto Miguel -dijo Gustavo.

-No paro nada, hace tiempo que estas siempre con lo mismo, ¿que somos? ¿Somos giles nosotros?

-Yo no digo eso, digo que cuando las cosas están mal, están mal y listo

-Claro, claro, al final parece que tenemos que ser otarios y dejar que ellos hagan lo que quieran, que nos pasen por arriba y sigan haciéndose los guapos. ¿No viste que ellos sacan la bandera nuestra y no les hacen nada? ¡Pero a nosotros si! Que lindo, ¿que lindo, no? Anda comunista de mierda, ya me tenés podrido vos y toda tu fantasía, la concha de tu madre. Hay que matarlos a todos. ¡Ojo por ojo! - gritaba Miguel descontrolado.

El resto de la barra quedó muda, sin emitir sonido ni opinión. El mozo que llegaba con la vuelta de la casa que mandaba el gallego, quedó petrificado cuando Gustavo de un salto se paró de su silla, la tiró de una patada y con la cara roja de furia ganó la puerta de calle en silencio y dejo a toda la barra sentada. Gustavo, lleno de desencanto y frustración comprendió en ese instante que sus caminos se separaban, que se borraban diez años de un plumazo, que nunca más estaría con la barra en el bar. Sintió odio, tristeza y nostalgia en un solo respiro. El velo de la ceguera se corrió al tiempo que algunas cosas dejaban de tener sentido, se rompía para siempre el fino equilibrio entre la pasión futbolera y el fanatismo animal. Ahogado por una sorda punzada se dio cuenta de que nada volvería a ser como antes, como cuando podían gritar un gol del equipo de sus amores, abrazados, hermanados y simplemente, ser felices por ello.


fino.

martes, 14 de mayo de 2019

Maria

                                                 




María sopló las velas
curvando el aire preso
en su boca despintada.
Nadie salió desde los cuartos ,
su lengua siguió fría
y cortó con su cuerpo la noche
con el paso de quien vigila.

Juntó más de aquel odio
y rodeó la última esquina
por eso, perdida, sin sueño
marcó de púrpura el vaso.
Huellas de labios y sangre,
dolida de tantas mentiras
encontró algo de que hablar.

María sopló el humo de un cigarro
barajando el olvido,
vacío de odio
vacío de amor.


fino.

martes, 9 de abril de 2019

Lo que dice el espejo.

                                                                            

                                                                       




Los gemidos de Alicia haciendo el amor en otra habitación, lo sacaron de los pelos de un sueño profundo. Nicolás quedó petrificado de cara al techo rodeado de una oscuridad siniestra. Estiró la mano hacia el lado que ella ocupaba en su cama con la remota esperanza de encontrarla y de que esos gritos de placer no estuvieran saliendo de la boca de su Alicia, pero solo encontró vacío en esa parte del colchón. Volvió a escuchar los gemidos, sintió las paredes de su mundo derrumbarse. Se levanto envuelto en el caos que genera la frustración y el desencanto, caminó hasta el baño y de una trompada agujereó la puerta congelando el fuego que ardía implacable en el otro cuarto. La casa quedó en silencio. Nicolás entró al baño y cerró la puerta de un portazo. Se metió bajo la ducha, abrió las canillas con la desesperación de un adicto, le temblaban las manos, las piernas, estaba parado frente al abismo de la tristeza más nociva que en su vida había sentido. El agua tibia comenzó a caer sobre su cuerpo apaleado, respiró profundo intentando aliviar la presión que le aplastaba el pecho, pero hay dolores que ni toda el agua de un río logran calmar. Supo que todo lo que pudiera decir o hacer sería insuficiente, de nada serviría el consuelo miserable de la violencia, era insoportable respirar el final del amor. Alicia abrió la puerta y su desnudez terminó de masacrarlo. Con un gesto mínimo de su mano, el le pidió que no hablara, no quería volver a escuchar de su boca hermosa que todo estaba claro desde un principio, que eran libres, que amar no es sofocar ni poseer. Nicolás maldijo el instante en que eligió mentirse y pensar que si algo sucedía podría soportarlo y salir ileso. Ahora para no enloquecer necesitaba aceptar y creer, ya no se trataba de un juego. Miró a su alrededor, se buscó en los fragmentos del espejo y comprendió, cuando por fin vio su rostro, que ya era demasiado tarde.


fino. 3/2019.

martes, 26 de marzo de 2019

Esperando

                                                         




Te estuve esperando sentado en el muro descascarado
en la plaza, ahí, te estuve esperando
edificando castillos con botellas.
La luna chorreaba remolinos de polvo
y despintaba los ladrillos rojos
mientras ahí, te estuve esperando.

Te estuve esperando
cerca de hierros oxidados
que alguna vez sostuvieron juegos y anuncios,
deshoje sueños que se tragó el pasto.
Estuve esperando tu cintura
  (verte llegar remontando la escalera de Propios)
brillando bajo la luz de mí deseo
días y días, noches y más noches, esperando.


Te estuve esperando
mientras veía cambiar el paisaje, los años
moldeando mi cerebro con mordidas de serpientes.
Cayeron cuerpos, vidas y ramas
almas heroicas bebieron de las raíces
el llanto de nuestro canto.
Estuve rodando desde el pasto hasta el muro,
desde el cielo al infierno,
intentando ser y parecer, mientras te estuve esperando.

Te estuve esperando
crecieron mis ansias y tu vientre
cada herida se hizo carne
mientras te estuve esperando.
Te estuve esperando
colgando mis caricias y mis santos del árbol mas alto
para que cuando llegaras, supieras
                   que te estuve esperando.

fino.

viernes, 22 de marzo de 2019

Cinco besos.


                                                         



Cinco besos después de mil años,
mis labios anclados en un sueño
y en todas las cosas que faltan decir.
Estamos frente a frente
aun no he hablado
 solo trato de entender
cuando tus ojos me esquivan.
Peores sueños he tenido en la nieve
y este amor es un revolver
perforándome la sien.
Quedé colgado en el parque
mirándote la espalda
que vuelve a desaparecer.
La tarde sofoca, gotea sal
y mis manos sin poder tocar,
deseando.
Solo cinco besos después del después
y un vacío que me parte en mil partes
 por no poder darte luz donde quiera que estés.


fino.

miércoles, 13 de marzo de 2019

La Gárgola.

 

                                                                             

                                                                    


Le decíamos “La Gárgola”, estaba siempre perdido en los rincones y hablaba  muy poco. Era desgarbado y de tan alto se le formaba en la espalda una joroba que lo encorvaba hacia adelante. Su pelo largo y desmechado ocultaba sus rasgos aniñados y un par de ojos tristes que daban la impresión de estar pidiendo auxilio. Llegaba cada tarde a donde nos juntábamos, saludaba mascullando un “Hola” casi imperceptible y se quedaba a un costado. No se sabe quién lo había arrimado a la barra, pero él se fue quedando hasta hacerse parte del paisaje. Casi nunca decía más de dos o tres palabras, habláramos de música, de sexo o de bueyes perdidos. Era generoso a la hora de la colecta para cervezas, vino o para hacer refuerzos y muchas veces era el único que tenía plata. En esos días gastábamos horas y noches sentados en la plaza analizando el mundo, la revolución y elaborábamos las más complejas teorías sobre cómo cambiar la sociedad con la filosofía que nos inspiraban los culos de las botellas que, vacías, íbamos apilando. “La Gárgola” siempre llegaba cuando todos ya estábamos reunidos desde hacía rato, saludaba y se acomodaba en un rincón sin hablar. Pocas veces reía cuando los vapores del alcohol nos disfrazaban de payasos pasadas las dos de la mañana. Candidato y blanco fácil de las bromas, otras veces luego de que hiciera el aporte para la colecta, lo dejábamos solo en un murito esperando, mientras nosotros nos perdíamos caminando la madrugada entre divagues y charlas de borrachos. Nunca se molestaba, era un tipo manso, no peleaba ni discutía, él simplemente estaba ahí.

Una tarde el padre Julito, un amigo de la barra, vino a contarnos que se habían llevado preso a su hijo, por haberse entreverado en un negocio turbio. Quedamos impactados y sin poder encontrar consuelo por su mala suerte Después del relato y las explicaciones del veterano, cuando la charla cayó en el silencio de la incredulidad y la impotencia, “La Gárgola” llamó aparte al padre de Julito y se pusieron a charlar durante unos cuantos minutos. Vimos que “La Gárgola” le daba la mano al viejo y desde lejos, mirando a la barra, saludó despidiéndose. Nos dio la espalda y se fue caminado por un sendero de la plaza hasta perderse en la avenida. El padre de Julito se acercó y con cara de asombro preguntó:

-¿Quién es este muchacho?

Le explicamos que no lo sabíamos muy bien, que en realidad lo conocíamos muy poco. El viejo, con los ojos vidriosos y sin entender muy bien, nos dijo:

-Este muchacho dice que no me preocupe. Que en dos días viene y me trae plata para pagar un buen abogado que saque a Julito de los problemas. Quedamos impactados, incrédulos, y sin entender nada. Empezamos a tirar de la madeja, a hacer conjeturas, a rastrear como sabuesos, alguna pista que nos permitiera comprender. Alguien dijo que “La Gárgola” era de familia acomodada, otro, que los padres tenían un comercio. Otro, que había heredado una pequeña fortuna. La verdad es que nada estaba claro, navegábamos en un río de suposiciones que no hacían más que entreverarnos la cabeza. Lo cierto es que, devorados por la profundidad de la noche, nos fuimos a dormir sin entender mucho qué era lo que estaba pasando. Algunos días después, ya con Julito entre nosotros, luego de arrepentimientos y de historias para el olvido, no podíamos sacarnos de la cabeza la imagen de “La Gárgola” entregándole al padre de Julito un sobre repleto de dinero y colaborando con un grueso puñado billetes para la colecta nuestra de cada día. Aquella tarde tampoco habló. Simplemente se acomodó a un costado y soportó nuestras risotadas, nuestras bobadas. Solo hacía muecas apagadas que, en su idioma, era toda una muestra de felicidad. Ese día dejó de aparecer, de la misma manera que había llegado se fue, no lo vimos más. Miento. Vimos su cara en un recorte de diario que contaba la noticia de un delincuente muy buscado y peligroso que a punta de revolver asolaba un barrio pudiente desde hacía varios meses. Un joven violento y despiadado a la hora de los hechos, rezaba el pasquín.

 

fino.                                                                  ilustraciòn: Diego Soria.