lunes, 20 de diciembre de 2021

La Antesala.

 

 

 

Todos los asientos estaban ocupados y la antesala, sudorosa, olía raro. El aire acondicionado musicalizaba la tensión del ambiente. Diez personas esperaban sentadas en bancos enfrentados, paralelos separados en dos filas de cinco en esa habitación de seis por cuatro. Las paredes blancas y solitarias, eran interrumpidas en su dureza por el aire mecánico colgado, casi tocando el techo en una de las paredes, en otra de las paredes un reloj y la foto lúgubre, amenazante, de una enfermera solicitando silencio desde su dedo índice formando una cruz con la boca. El calor, la impaciencia, el cansancio y aburrimiento eran la carga invisible de todos los que esperaban. Cada tanto se abría una de las dos puertas de la sala y una voz recitaba un apellido y un versito monocorde que todos conocían: solo media hora, luego debe retirarse. No había excepciones, nadie las pedía, fuese Gonzáles, Méndez, Martínez o Cruz, quien ingresaba asentían en silencio, atravesaba la sala y se perdía tras la puerta. En ese mismo instante, por la otra puerta ingresaba una nueva persona a ocupar el puesto libre completando la decena. Ese era el mecanismo, uno regresaba luego de media hora y otro ingresaba como recambio. Mecánico, todo mecánico. Hasta que dejó de serlo. La media hora se extinguió y Pereira, que había atravesado la puerta, no volvió a aparecer, como si se hubiese disuelto en las entrañas pegajosas de un monstruo. En ese momento de cambio, de los nueve que estaban esperando a ser llamados, ninguno se percató del leve movimiento en los ojos de la enfermera encuadrada en la pared, ni del sutil esbozo de sonrisa bajo el dedo prohibitivo que exigía silencio. Tampoco nadie notó el guiño rojo y fantasmal de la luz, que durante un micro segundo iluminó el techo. No se  cruzaron miradas sospechosas, asombradas, tampoco hubo desconcierto cuando se escuchó la voz llamando desde la puerta semiabierta a Morales sin que nadie entrara por la otra puerta para ocupar el lugar vacante. Morales ingreso. Las miradas barrían el piso. Ahora eran ocho. Un hombre de sombrero negro de ala ancha estornudó y se llevó rápidamente la mano temblorosa y arrugada hacia la boca intentando, en su recorrido, atrapar los restos del aire encapsulado en burbujas diáfanas que flotaban alrededor de su cara. Una anciana de saco rojo movió sus ojos de este a oeste cinco veces seguidas buscando asegurarse que las personas a su lado aun respiraban. El ruido del aire acondicionado se fue alargando y frenando así el trajinar monótono del minutero en el reloj. Nadie sentía nada, ni sed, ni hambre. Perdidos en la sala, no percibían el paso de las horas. Solo el oxigeno alimentaba esos cuerpos. Y pensar, tampoco podían pensar. Sentados, rectos, cabizbajos y en transe. Esperaban su turno, sumisos, únicamente sabían que debían esperar que su apellido rebotase en las paredes, en el techo, en el cuadro, en el reloj, en el equipo de aire que, al influjo de su ruido, marcaba el ritmo de la espera. La inocua e indolora espera. No se percibió el nuevo y leve resplandor. El aparato de aire con su tos eléctrica aceleró la velocidad gomosa del aire. La puerta se entreabrió, Frones fue el siguiente en perderse tras la puerta que, insaciable, seguía modificando el paisaje. Ahora eran siete. Nadie habló, ni preguntó, la distancia entre los que aun esperaban se comprimía sin que lo notaran. Eran cuatro enfrentados a otros tres, envueltos en la ciénaga donde abandonaban todos los deseos. La sala acercaba cuerpos pero no almas, almas mudas y perdidas en un lugar donde los pensamientos rotos y desarticulados eran como entes flotando en una gravedad atornillada al techo. Nieves, seis, otro abandono en la espera cronometrada. Lentamente se adormecían las lenguas, los ojos, y las piernas se les iban hundiendo en el piso húmedo. Salerno, otro guiño rojizo en las fauces del cuadro incrustado en la pared que se movía mínima e implacable acercando los espacios sobrantes. Carmona. Regueira. Antúnez. La voz afectada salía detrás de la puerta y el ritmo cadencioso de la orden: solo media hora y luego debe retirarse, iba perdiendo sentido, Al fin de cuentas nadie salía. El tiempo no se detenía. Nadie regresaba, nadie entraba. El ojo de la cerradura reflejaba en el suelo una claridad que provenía desde el otro lado de la puerta y hacía sombra sobre el piso cada vez más cargado de agua, que las baldosas, ahora movientes, escupían desde sus uniones. Las paredes se fueron tiñendo más y más de rojo, eran en un puzzle asfixiante. El ruido monocorde del aire acondicionado comenzó a desparecer en el aire espeso de la sala de espera. La diferencia entre la puerta de entrada y la de salida se iba borrando, la luz que caía desde el ojo de la cerradura mostraba la diferencia, pero nadie lo notaba, esperaban, solo esperaban. Los ojos en blanco y negro de quienes quedaban se confundían en el cuadro, en el reloj, en el agua desparramada sobre el piso que  se iba pigmentando de rojo. Bermúdez se hundió tras la puerta y en la última media hora, perdido en su espera Lemos, se olvidaba de vivir, como todos los que habían esperado. El aire acondicionado se retorció en un último suspiro, cuando dejó de funcionar. El reflejo del ojo de la cerradura se apagó sobre el agua colorida. El cuadro cayó al suelo formando pequeñas olas que rebotaron el la habitación de menos de dos metros cuadrados. El reloj explotó en silencio, se partió en mil pedazos y restos de arena fosforescente se esparcieron en el aire. En la cabeza de Lemos, casi a punto de explotar, nació el pensamiento de intentar respirar, de pensar en cosas que ya no pensaba durante esa espera inútil, estéril. ¿Que estaba haciendo? ¿Que estaba esperando en esa sala sofocante y maldita? Había olvidado a que había llegado hasta ahí y porqué se había sentado a dejar que el tiempo y las personas a su lado pasaran sin preguntar, sin hablar, sin mirar ni ser mirado. Estaba solo, aguardando que su apellido fuese pronunciado por una voz desconocida desde atrás de una puerta que ansiaba devorarlo, como a todos. Esos que en lapsos de media hora se perdieron entre chispazos rojos y macabros. En ese instante se resistió a ser tragado, picado y masticado. Su carne tenía precio, marca y etiqueta. Comprendió que su cuerpo y sus manos ya no producían las partículas necesarias para el desarrollo incesante y caníbal de la cadena vital. El era otro de los eslabones oxidados, sustituibles, perdidos y olvidados. Lemos vio el sutil reflejo rojizo y se negó a cerrar los ojos. Escuchó su nombre tras la puerta semiabierta de la habitación de tan solo un metro cuadrado. Se levantó de su asiento minúsculo y se dejó caer al suelo zambulléndose en el agua escarlata. Se dejó escapar entre las grietas de las baldosas quebradas evitando ser aniquilado tras la puerta, por la que todos cada media hora desaparecían.

 

 

fino.

Diciembre 2021.

jueves, 16 de diciembre de 2021

Quimicamente enfermos.

                                                         

Recién bañada volvió a su cuarto descalza y con el pelo mojado envuelta en una toalla. Yo había quedado esperándola escuchando un disco de Páez que no paraba de girar en la bandeja, en nuestras cabezas. Dejó caer la toalla empapada y se quedó desnuda de espaldas a mí. Otra vez desnuda cerca de mí, pero esta vez era diferente, completamente diferente. Ya no podía tocarla, ni acariciarla, no podía rozar con mi lengua sedienta sus pechos hermosos, ansiados. Yo la amaba, ella ya no. Para ella era natural, no para mí que alucinaba loco de amor y deseo. Se peinó frente a un espejo que me la mostraba por todos lados impidiéndole a mi angustia morir. Al volver ella había dejado sobre un mueble lleno de frasquitos, cuadernos, libros y   otras mil cosas, una hipodérmica cargada con tres centímetros cúbicos de anfetaminas destiladas. Era mi turno. En sus ojos desorbitados explotaba su mundo interior, en su cabeza quién sabe qué otras cosas. Tal vez esas palabras que todavía no se atrevía a decirme y que yo, resignado, esperaba sentado sobre su cama. La conocía. Sabía lo que venía: más distancia, más dolor, soledad, abandono y desamor. Se peinó paciente y enroscada, buscando en el aire las palabras justas con las que darme el golpe final. El disco seguía girando, sonaba “Alguna vez voy a ser libre”, toda una premonición. Ella, sin ninguna prisa, buscó una de sus tangas minúsculas en un cajón, eligió una blanca con encajes, imperceptible. Separó de a poco las piernas y me extravié en su pubis apenas sombreado, otro motivo de mi herida. Luego cubrió su cuerpo con una remera azul que desbocada se desbordaba por sobre su hombro izquierdo. Que linda era, cuanto la amaba. Cuanto la amo. Encendió un cigarrillo, de sus labios entreabiertos se escapó una cortina de humo azulado y esa manera de quebrar la muñeca para sostenerlo entre sus dedos me dejó en llamas. De ida y vuelta sensual, hasta el infinito. Ella era el fuego. Giró hacía mí enmarañando su pelo recién peinado, incrustó sus ojos enfermos de sinceridad en mí cara vencida frente a su felina y natural lujuria. Me preguntó si estaba listo. Dije que sí, y le ofrecí mi brazo derecho. Ella, paciente, buscó mi vena y clavó la aguja llevándome en un flash hasta el cielo-infierno. Dejó que me recostara, y que millones de lucecitas eléctricas y coloridas se desparramaban a toda velocidad bajo mis párpados cerrados. Mi corazón bombeaba imágenes, paisajes y millones de palabras que iba guardando para cuando me desbocara sin piedad sobre una hoja en blanco. Respiré profundo, muy profundo y me zambullí en la despedida de nuestra última noche en vela. Sabía que no volveríamos a vernos dentro de ese cuarto, ella semidesnuda, yo desnudo, herido, abandonado a mi suerte y sin su amor. Después de algunos minutos me pidió que saliéramos a caminar. A pura adrenalina y envueltos en la penumbra de la madrugada, nos perdimos entre las calles de la ciudad, rumbo a la rambla y con una botella en la mano. Estábamos en comunión, conectados, intensos. Dije que la iba a extrañar, que por más que todo terminase así nunca dejaría de amarla. Ella repitió la frase que me había cansado de escuchar saliendo de su boca divina. Por un instante la odié, como nunca la odié, a ella y a la maldita frase: “Si amas a alguien déjalo libre. Y yo te amo”. Mientras caminábamos mi mirada barrió el suelo y en mi boca se atragantaron las ganas de decirle que todo eso era una estupidez, que eso no se trataba de amor. Se trataba de que ya no me amaba. Que yo no era suficiente, que se le habían agotado el deseo y la paciencia. Que yo era otro. Que ella era otra y que eso era mejor que mentir y adornar con palabras bonitas o pensamientos elevados la cruda verdad. Ya no me amaba. Pero todo eso murió en el pico de la botella mientras que, sentados en la arena y químicamente enfermos, esperábamos la salida del sol. Vaciamos la botella, me besó por última vez en la boca y me dejó desparramado sobre la arena. Una vez más apreté los ojos, y mientras algunas lágrimas la despedían para siempre, la luz naranja del sol naciente me quemó los párpados. Ese incendio que llenaba de luz el telón de mis ojos me llevó unas horas atrás en el tiempo, al precioso instante en que pinchó con la aguja afilada mi vena inflada. A cuando la sangre estalló dentro del cristal dibujando un mapa deforme y rojo en líquido encapsulado. El mapa indefinido del precipicio pintado de éxtasis, misterio y abandono. Sin darme cuenta sonreí, comprendí que ella también era una droga y que nunca más las volvería a probar.

 

fino.                     del libro: Mil Bares

Diciembre 2021.

Música de fondo: Alguna vez voy a ser libre - Fito Páez.

 

jueves, 11 de noviembre de 2021

Toujours.

 

Bajo una oscuridad siniestra y total, se escuchaba pasar el tren a lo lejos.

-¡Claro, claro! –gritó ella con voz entrecortada.

Lentamente Marcos se separo de ella, se levantó y caminando sobre los vidrios rotos que estaban desparramados en el piso, se fue acercando muy despacio y tembloroso hacia la ventana desnuda. Con una mezcla triste de cautela y miedo sacó de su bolsillo el sobre y lo extendió sin sacar la mano por la abertura, solamente dejó al descubierto una pequeña punta del sobre que asomó hacia la oscuridad del exterior. Sintió un tirón seco que le arrebató el envoltorio de sus dedos. En el mismo instante en que comenzaba a lloviznar, desde dentro de la cabaña la pareja escucho la voz firme que les ordenaba:

-Ahora quiero que salgan o entro a sacarlos.

-No por favor, ya está, déjenos en paz, ya tiene lo que quiere.

-Dije que salgan –volvió a ordenar.

-¡No, no, por favor!

Adentro los dos escucharon el ruido que produce un arma al martillarse y después de otro segundo interminable explotó el disparo, y la sangre comenzó a manar de la frente de Beatriz que, desarticulada, caía al piso.

-¡No, no, no! –fue lo ultimo que pudo decir Marcos antes de caer junto a Beatriz con la cara destrozada por otro impacto de bala.

Afuera, el asesino abrió el sobre, desdobló la hoja de papel que sacó de él y prendiendo un encendedor leyó bajo la luz que producía. Ciego de ira y rencor, entró a la cabaña pateando y rompiendo la puerta, metió la mano por una abertura de la puerta rota, destrabó el cerrojo. Accionó nuevamente el encendedor, buscó los cuerpos ensangrentados en el piso, se  acercó y con una violencia que nacía desde lo más profundo de su ser comenzó a patearlos, a escupirlos y a gritar:

-¡Mierdas! ¡Todos son una mierda! –gritaba con la cara encendida por la furia y el rencor.

Cuando terminó de descargar su rabia sobre los cuerpos inertes, se agachó apoyando sus manos en las rodillas respirando con dificultad por la falta de aire que produce el exceso de tabaco en los pulmones. Respiró desesperado, al borde del ahogo. Con la mirada llena de asco miró hacia los cuerpos tendidos en el suelo y al reponerse del ahogo nuevamente escupió su saliva espesa y dura. Se secó los labios con el dorso de la mano izquierda y sin una minima partícula de compasión se volvió hacia a la salida. Mientras caminaba dejando atrás la cabaña cementerio, destruyó el papel y el sobre en decenas de trozos pequeños e irrecuperables, comenzó a recitar de forma muy lenta y a modo de repaso mental, para fijar en su memoria, los ocho nombres que había leído. Los restos del papel picado caían sobre el pasto mojado, y sus pasos pesados quebraban hojas y palos resecos y se fueron alejando rumbo a la profundidad del bosque, hasta que se apagaron completamente en la oscuridad. La cabaña ardía envuelta en un fuego incontrolable. A lo lejos se escuchó, otra vez, el paso del  tren.

fino.

 Noviembre 2021.

jueves, 28 de octubre de 2021

Cascarón.

 

El primer impacto fue la presión del otro cuerpo sobre el mío, una fuerza asfixiante sobre el agua pesada que me rodeaba como una albúmina azucarada, paciente. Sentí la necesidad de abrirme, de estirar los bordes y llegar hacía la claridad opaca que reclamaba desde el final del túnel. Salir, necesitaba salir. No lo sabía, ahora lo sé. Entonces mi mollera rompió la malla, el entramado que separaba el ahora del después. Fui un pulso vital empujando, destrozando el instante con mi carne ensangrentada, grasosa y sin heridas. Escuche un aullido de dolor, instintivamente con un movimiento mínimo giré la cabeza, de eso se trataba. Otro grito, mayor al anterior, mi cabeza primero y mi cuerpo gelatinoso después, se expandieron hacia el infinito. Así llegué hacia la luz, fui como un rayo atravesando la oscuridad de su cuerpo, de su yema.No lo sabía. Ahora lo sé. Era la vida apropiándose del momento, una sensación de libertad que ni bien llegó se despedazo en millones gotas, en miles de escombros cayendo sobre un mundo ingrávido y frío. Más dolor: de lo calido y oscuro, a la luz helada y brillante, como si eso fuese algo natural. Me asomé desde los sentidos, desde las venas, el pasado se transformó en rojos, rosados, negros y blancos con millones de puntitos movedizos y eléctricos sacudiéndose impacientes bajo mis parpados apretados. Después de reventar las paredes de eso que llamaban amor, llegaron otras voces que decían cosas que no pude entender. Luego, mi llanto, los pulmones llenándose de aire nuevo y extraño. En mi boca se dibujó una mueca hacia arriba, una curva. Antes no lo sabía, ahora lo sé, quería sonreír.

 fino.                                                                                          Octubre 2021. 

Música de fondo: Un Plan - Diego González.

martes, 26 de octubre de 2021

Talveces

                                                                                                                                    



Tal vez un viento frío

tal vez tus ojos negros

tal vez mis ojos tristes

tal vez tus palabras hirientes

tal vez mi mal humor.

 

Tal vez mi intolerancia

tal vez el calor de tu cuerpo

tal vez las muertes en la infancia

tal vez la fantasía del dolor.

 

Tal vez las drogas

tal vez el alcohol

tal vez las ganas, talvez el sol

tal vez verte llegar.

 

Tal vez la vida

tal vez nuestras caricias

tal vez el mágico juego de perdernos

tal vez la suerte.

 

Tal vez la serpiente

tal vez la soledad

tal vez tu adiós

tal vez tu vino dulce.

 

Tal vez el ruido

tal vez el fuego eterno

tal vez la leña seca

tal vez el abismo

tal vez es que simplemente llegó la hora.

 

   (gracias J.M )

fino.             

Música de fondo: Depois - Marisa Monte.

jueves, 14 de octubre de 2021

Cualquier 24 de Agosto.

 


 

Caminé desde la pared del salón comunal en la plaza de los Nichos, hasta que descarrilé en Ariel y la vía. Me quedé apretando otros ladrillos rajados que se fueron apilando detrás de la estación. Mi mundo disparó lágrimas y risas, atrincherado ahí, en esa vereda, en ese bar, mientras aguantaba la barra. Con un par de pasos llegué hasta el cine (que ya no es) y con otro paso traté de gambetear Moro y su florería, donde te acostaste a dormir.

Vos te quedaste ahí, y yo no quise entrar a mirarte. No era necesario hacerlo. Tampoco fui capaz de hacerlo. No fui capaz de dar pesares y abrazos, ni de ser saludado por bocas que nunca existieron. El Coco y Vero me vieron, me escucharon. A la vieja Carmen no me dio para encararla, había que ser muy valiente, yo nunca lo fui. Había más gente afuera que adentro. Vos dormías. Con veinte y pocos, con una sonrisa más grande que tus orejas, y eso ya es mucho decir. Vos dormías ahí, con un tirador suelto del jardinero, con el flequillo perfectamente armado. Siempre posando con el cigarro atado a la mano y con una botella. Te extraño hermano. Me acuerdo que salteamos el hambre, pero no la sed y eso estuvo mal. Claro que es fácil decirlo más de cien años después, yo con hijos, con canas y más aire que vos. Nada de lo que pueda decir será suficiente. Nunca será suficiente ¿De que vale hablar cuando mirarnos a los ojos siempre fue lo más importante?

Vos acá, adentro mío.

Llegar a tu casa y gritarte bajito en la ventana, te calzabas los championes, te mojabas el pelo y estabas pronto para meterte en problemas, esos de los que siempre alguno de nosotros, seguro, te iba a sacar. Agitar unos limones y partirnos en un abrazo. De los Nichos al Cometa cada viernes con la felicidad del Coco y la risa de la Carmen cuando intentabas bastonearle una moneda. Los agudos de Patricia, la paciencia de Vero y vos con algún llanto de botella buscando un “no sé qué”. Te extraño siempre, no solo los agostos.

Quizás ahora si podría decirte a todo que no.

Quizás ahora volvería a temblarme la voz al pedirte que no hicieras ciertas cosas, pero fue mi culpa también cuidarte la felicidad.

No tengo palabras, pero si mil silencios. Solo quiero pedirte que no me olvides. No hay palabras, solo mil millones de años, hermano.

 fino.

 Música de fondo: 7 Veces - O Rappa.

jueves, 7 de octubre de 2021

La Noche del Lobo.

La carga demoledora de una canción rebotaba y rebotaba sobre su mente entrenada. El Lobo enjaulado estaba a punto de explotar. Lo sabía. Aguantó la respiración todo lo que pudo, luego exhaló buscando purificar algo de la sangre espesa que corría por sus venas apretadas a fórceps contra la carne. Un vacío insoportable se acomodaba en su pecho al tiempo que los cambios robóticos de las luces marcaban sus ojos con diferentes tonos de rojo. La saliva blanca y espumosa, comenzó a escapársele de su boca dura, empedrada. Siempre lo mismo, siempre igual, las caricias nunca eran suficientes y ella dormía desnuda sobre la cama empapada. Frágil, envuelta en nubes de sueños ella esperaba, sin saberlo, el amanecer. El aullido del Lobo se escapó por las grietas del cuarto buscando los oídos de siempre, los de la noche, los de los flojos de sueño y de amor, al fin de cuentas el cielo estaba preparado con una hermosa luna llena colgándole del vientre. Se llevó el vaso a la boca y las pastillas a la cabeza, abrió la ventana, miró el paisaje desolado de la calle y decidió que debía salir a caminar. En silencio cerró la puerta de la habitación intentando no despertarla. Bajó las escaleras y se hundió en la noche. Lo cansaron las luces, el olvido y las puertas erradas sin candado. Ahora daba un paso tras otro, agitado por el cansancio, por la pena y sentía los rasguños de la brisa desgarrando su piel ajada. Un paso tras otro, buscaba el retorno a la paz del vientre, a un nirvana. No ver, no saber, no pertenecer, solo estar y ser un ser dentro de su propio ser. Sabía que pensar eso que pensaba podía sonar a discurso vacío, a soledad de palabras sumadas, pero no encontraba otras, era así, un lobo persiguiendo su propia cola. Estaba en ese momento de la película donde el actor, lindo, o feo llegado el caso, entra en el nudo de la trama, donde, al borde del dolor, llora y se desbarranca. Ese segundo preciso donde se hace la luz, donde nace la vuelta redentora luego de pagar la culpa por alguna traición. Ahí, cerca de la paz y de la reconciliación con la actriz, siempre bella, y la casa con jardín, y la cerca blanca y el final feliz.

Esa era su foto, su momento congelado en un rectángulo de cartón. Pero de películas y esperanzas también estaba cansado. Estaba enfrentado a centenares de relojes que lloraban desincronizados tic–tac y lo atravesaban como un mal recuerdo, como un mal presentimiento. Llegó a una esquina y se quedó parado, estático, con la boca abierta, babeando, rodeado de números, agujas, segunderos y minuteros que marcaban el destiempo de horas irreales. Solo podía llorar e imaginar que tal vez lograría sobrevivir algunos instantes más, antes de explotar y de que todo volviese a comenzar sobre su sueño incesante, ese sueño que no tiene fin ni puede acabarse. Después de todo en un mundo saturado por el veneno del engaño: ¿Quién sale con la mirada dura dispuesto a arrasarlo todo? ¿Quién termina con la estupidez, la ignorancia, la soberbia y el paso anodino del tiempo?

El estaba ahí, en una esquina, congelado, mientras allá, en la cueva, en otra escena de su película, ella desnuda, gruñendo y envuelta en raso, se desperezaba.

 

fino.     Collage : Lily Gar.

Música de fondo: Luz dos olhos - Cassia Eller.

martes, 5 de octubre de 2021

El sol no sabe.

 (La Tarde del Lobo)

 

El sol no sabe que su manera de brillar es parte de la forma en que se  mueve el mundo, no sabe que a cada giro nos acerca un poco más a  la muerte. Pero sigue. Nosotros seguimos. Es parte de la naturaleza, son las capas de la cáscara que es vivir.

Lucas pensaba en esas cosas, sentado bajo un olivo mientras el sol se filtraba entre las hojas del árbol aun sin frutos. Estaba absorto mirando los rayos de luz que dibujaban formas extrañas en el suelo pedregoso al entreverarse con las ramas que se movían por una brisa tibia y lenta. Se sentía casi libre. Tenía ganas de fumar, hacia años que no lo hacía y pensar en ese efímero placer acentuaba el deleite que ahora estaba sintiendo. Le pareció escuchar a lo lejos una voz que lo llamaba, agudizo el oído despegándose un instante del letargo en el que estaba inmerso. Si, luego de unos segundos escuchó su nombre que llegaba atravesando el monte.

-Lucassss. Lucassss –escuchó por segunda vez. Realmente no tenía ganas de levantarse, estaba cómodo, feliz y embriagado en los brazos de una tarde maravillosa.

-¡Maldición! –dijo por lo bajo al tiempo que separaba las palmas de sus manos que tenía sobre el vientre, apoyó la mano derecha en el suelo para hacer palanca e intentar recuperar la vertical. Cuando estaba por dar el primer paso hacia el lugar desde donde provenía la voz que lo reclamaba un destello místico y atemporal lo sacó del impulso primario. Miró hacia atrás, hacia la profundidad del monte nativo que estaba a su espalda, y como hipnotizado por el murmullo del río que corría implacable allí dentro, comenzó a caminar rumbo a la espesura. No lo pensó, solo fue paso tras paso bajo el sol tibio que lo arropaba en su transe y que  lo mantenía fuera de la realidad. Durante mucho tiempo había estado controlando su mundo, sus pasos, sus heridas, sentía que este era momento. Mientras caminaba fue subiendo y subiendo sin  despegarse del suelo, había llegado el momento de escapar, de ir hacia un lugar que fuese real, que fuese verdadero. Por sus ojos rasgados se colaba difuso el monte, el sol y un sendero blando que se abría bajo sus pies. El zumbido del agua corriendo libre y burbujeante aumentaba a medida que se acercaba a lo que Lucas intuía como el comienzo de su destino. Estaba sumergido en una tarde extraña, iba como un ente arrasando la vegetación. Llegó a una hilera de árboles de tonos rojizos, naranjas y azules que le ofreció una extraña resistencia y casi sin darse cuenta atravesó ese muro enmarañado de ramas vivas, de ramas muertas y colgajos de cortezas resecas. Vio un punto de fuga entre el follaje donde descubrió el río y su rumor que lo esperaba desbocado. Lucas se estremeció, no era inocente y sus ojos tristes lo comenzaban a delatar, una mueca agria se le dibujo en la cara como una cicatriz añeja. Ahora estaba parado frente al río, unas rocas llenas de musgo marrón sobresalían a poca distancia de sus pies y los rayos de sol que atravesaban la espesura acentuaban el rictus oscuro de su rostro. Era otra persona, en la soledad profunda asomaba su verdadero ser, el olvidado, el escondido. Un tintineo irreal comenzó a ganarle la pulseada al sonido que provenía desde el río, él solo esperaba una orden superior que dirigiese sus próximas acciones, si es que así podía llamarse a los movimientos robóticos que había hecho después de dejar la calidez del olivo. Desde el centro de la espesura una enorme y densa figura comenzó a caminar hacia Lucas, un cuerpo pesado que hacía temblar las entrañas sangrientas y oscuras del monte. Esa sombra amorfa de ojos satánicos, blancos, boca pastosa y labios cuarteados era un ser hambriento avanzando con furia hacia él. Lucas pensó en correr en la dirección contraria, pensó en esquivar los árboles, las raíces y sus propios gritos. Se imaginó a toda velocidad, mirando hacia atrás, en plena fuga y midiendo la distancia que los separaba, que se mantenía inalterada. En su escape imaginario, buscó nuevos atajos y desvíos, pero la mole seguía ahí, a la misma distancia. Los pies de Lucas estaban clavados al suelo y el agua helada del río comenzaba a entrar por sus zapatos, mojándole las medias, los dobladillos del pantalón, pero él insistía en pensar caminos que lo sacaran de allí, desollándose el cuerpo contra ramas y espinas en esa travesía incomprensible del destino, que era el suyo. Corría huyendo, y no. Estaba estático sobre sus piernas y el río le devoraba las rodillas. Soñaba despierto. Pero la venganza no miente, no sabe mentir y tampoco sabe reír. Estaba obligado a escuchar el crujido desenfrenado del agua que ahora le llegaba hasta el vientre. Se detuvo en su inmóvil carrera, miró hacia atrás y la sombra lo custodiaba desde la orilla empedrada. Los ojos se cruzaron y la mirada perversa de la sombra se le clavó dentro de sus ojos y fue la señal inequívoca de que todo había terminado. Mientras volvía a escuchar la voz, el agua le tapaba la cara y le nublaba la vista. Y se perdió bajo el murmullo de la fuerza incontenible del agua, bajo los vapores nocivos y fétidos de mil asuntos pendientes, pero por sobre todas las cosas fue la masa pesada de la culpa quien mirándolo desde la orilla, lo aplastó sin tocarlo.

El sol no sabe que su manera de brillar es parte de la forma en que se  mueve el mundo. El mismo sol que gira y que cambia, y que es parte de la vida. En eso pensaba Lucas chorreando lágrimas y agua, cuando caminando de dientes apretados y sin dudarlo, fue directo a enfrentarse cara a cara con la sombra de la culpa y de su miedo.


 

fino. 

Música de fondo:  Sos mi oasis - David Lebon.

sábado, 18 de septiembre de 2021

Una carta en Los Nichos.

 

Estas viviendas de cemento y hormigón gris, de ladrillos rojos gastados en Propios e Instrucciones me estaban llamando desde treinta años atrás. Y llegué hasta Los Nichos, a tomarme un vino y a llorar. No encontré los abrazos ni las risas, ni las botellas, ni a mis amigos. Solo, parado en medio de la plaza y mirando la pared del salón comunal, se me caen los ojos por un río salado. Ahora todo es más gris, más frío y diferente. Pero hay algunos agujeros que todavía nos pertenecen. Me traje un vino para sentarme en el murito de la cancha de basket, que esta destruida, llena de agujeros y el gancho de hormigón sin tablero clavado al suelo espera por algo que no puede atrapar, o quizás solamente pueda con mi vacío. Beso la botella porque tengo sed de mis hermanos que no van a venir a tomar conmigo.

Miro para el corredor de Danilo y la oscuridad me nubla los ojos. Veinte y pocos años de velocidad suicida en sus manos llenas de preguntas ¿Estuvo bien jugar a la ruleta rusa del descontrol? Esa romántica estupidez de nuestra ignorancia bohemia, beatniks del subdesarrollo metidos en catacumbas.

Cierro los ojos y veo venir desde Gambetta al Kitto envuelto en su saco de paño verde con hombreras y más pesado que él. Su cara de aguilucho, el bigotito mosquetero, el peinado punk engominado, sus aritos, apropiándose del rock. “Yo soy el Rock and Roll, shummm”.   Lo veo venir con su paso de gacela desgarbada y asmática, con un ying-yang tatuado entre las cejas cuando nadie se atrevía a marcarse la piel. Él, implorando cariño después de la primera damajuana. Implorando cariño de verdad, no del que pensaban los vecinos idiotas de todo el complejo. Kitto aguantándolo todo y a todos, en su casa, en su cuarto, en su historia y en las marcas de su piel, abriéndonos el cerebro a músicas, libros y a los caminos ocultos que nos había robado la dictadura. En su bunker éramos libres. Afuera los palos, las razias y la prohibición de respirar profundo.

Nadie idealiza el dolor, pero imagino al Gitano caminando torcido después de cruzar el Royal, con la nariz colorada sin que hiciera una gota de frío. El Gitano y sus amores tortuosos, y sus flores, y sus hijas, nuestras niñas, que dejó en semillas y en las manos del destino.

En esos tiempos esperábamos renacer, haciendo mil veces el camino hasta Millán y Castro, detonando La Lata, Los Estudiantes y metiéndonos en todas las malditas cantinas de dos kilómetros a la redonda. “Allá esta abierto”. Íbamos detrás de la necesidad de hacer explotar el círculo, de reinventarnos calle tras calle. Caminar, solo caminar cantando a grito pelado. Los problemas fueron el comienzo del algo, de la criatura, de la necesidad de alturas, de la inclaudicable necesidad de despegar. Era hambre de ver más allá de lo momificadamente instaurado. Kilómetros y kilómetros de calles, hasta Colón, hasta el Prado, hasta el Centro, a Playa Pascual o el Cerrito, montados en botellas interminables de grappa, de medio y medio, de caipirinha o de vinos malintencionados. Todos tragados por las bocas de tormenta y los blister de pastillas. Y llegaban las risas, y la filosofía del querer mejorar el arte, la esperanza en el autobombo de ser diferentes. Maluco beleza, muito loucos haciéndonos la cabeza contra los palos de quién intentara parar el tren, que se desbocaba inexorable.

Otro trago y aparece Gonzo de pelo largo con las manos generosas y con esa dulzura al escuchar. Hermano te extraño. Y te veo, y sos casi una canción, una melodía de fondo. Sos ese sonido, la banda sonora de aquellos años que ahora no me deja pensar.

Estoy solo. Busco ojos que reciban lágrimas y preguntas. Lágrimas para regar palabras sin sentido sobre las flores coloridas del jardín, nacidas en la tierra que ustedes me dejaron. Sus manos, sus dedos son medallas, no son olvido, tal vez sean este susurro en mis oídos. Lloro y es mi viaje de celebrar.

Ahora también se fue Roberto, en silencio, atrapado en la botella del espanto y ahogado por las cosas que no supo decir. El Rober, sus pantalones manchados de pintura y la boca llena de Martita y de Vale, con su boca llena de besos que no les supo besar.

El viento se funde y es tibio, suficientemente nuevo para que deje de esperar. Lejano a ese invierno de curvas peligrosas sé que no todo es lo que se deja ver: un caracol colgado del cuello y los ojos filmando el piso. Cuanto enojo al pedo supuran mis poros y mi alma, también es cierto que existen razones y alguna alarma encendida. Tengo cuñas y oraciones para levantar el polvo del camino, hay pieles colgando por todos lados y mil sueños que no se colman. Hay sudor chorreando feo en las caras insípidas de todos los días.

Los extraño y no sé que hacer. Solo puedo darle vueltas al cerebro y desde otro ángulo espiar el documental. Voy herido, voy con desesperación. Hace días que no para de llover y la compleja idea de abrazarlos va a demorar tanto como el sol, pero mientras tanto dejo en sus puertas una sonrisa y estos húmedos versos que no riman, que no alcanzan para decirles cuanto los quiero, cuanto los amo y necesito.

Ya no hay llaves ni vino oscuro, ni otoños errantes tras aquellos pasos en forma de abanico. Solo tengo poemas destartalados para cada noche o día, tarde o mañana y madrugadas signadas por el hambre de sus sombras paganas. Solo les pido que me esperen.

Me voy caminando despacio, dejo el alma en el piso respirando el aire rancio, masticando el cansancio de los amores malditos, y es que el 20-41-31 no para de llorar.

Los extraño.

fino.

Música de fondo: Y mientas tanto el sol se muere - Indio Solari

Montevideo 2021.


sábado, 4 de septiembre de 2021

Frases.


                                         

Frases hechas

cartas mal jugadas sobre el tapete del amor

hilera de infinitos ladrillos

fronteras

límites,

más horas

  más días

más agua bajo el puente.

 

Frases hechas al pasar

frases hechas

que contaminan el manantial,

     nuestras caras de dolor

transitan repitiendo el sinsentido de este adiós.

 Pongo mi cabeza en la guía

sigo avanzando sobre el riel

camino repitiendo el camino

sin tus alas

sin tu vuelo,

mariposas

  dando vueltas y más vueltas,

 haciendo la del perro fiel.

                                               

 fino.         

Collage: Lily Gar.

 Música de fondo: Calma - Marisa Monte.

 

 

lunes, 23 de agosto de 2021

Agitados




Agitado, deformado

voy diseñando tu figura en la oscuridad,

inundado por tu aroma

eléctrico de palabras muertas,

recostado en un ventanal

a contraluz.

Iremos desenredándonos,

iremos aprendiendo a viajar este viaje,

purificándonos

sueltos, ebrios

distraídos,

temblando en alucinados vientos.

Abrigo la esperanza de entender

y me obligo a escribir,

revuelvo entre mis cosas viejas

sobre las tapas de los discos.

Vos buscas otro tiempo

en tus lados dormidos,

lavas mi tiempo perdido

como lluvia de ilusión,

frente a mis ávidos ojos

lavas mi tiempo perdido.

Espero que esto funcione

pues el impulso devora todo.

En mi espalda rasguños, cicatrices

y tu mechón de pelo

atesorado en una cajita de color.

Agua dulce en mi boca con sed,

agua que tu vestido gotea...

gotea rostros de ángeles.

Comienzo a temerle al ocaso.


fino.                                                                     

Collage: Lily Gar.

Música de fondo: Love is love - Charly García. SNM