A ella la alimentan con químicos mientras se retuerce sobre la cama
pidiendo ayuda. Otras veces está muerta en vida como una estatua de carne que
solo consigue mover los ojos. Las paredes blancas de la sala están muy lejos de
ser puras y santas, tampoco es tan real el paisaje que se dibuja más allá
de la ventana. Solo existe el vacío que la va acercando de a poco a otra
mañana. Cuando las sábanas le queman la piel un color ceniciento transforma su
belleza en un recuerdo lejano. El sufre al verla. Ella no tiene lugar para
agujas en los brazos, la morfina la lleva hasta el delirio y la trae de los
pelos a la vida como una jauría. Entonces ella alucina y su voz se transforma en
jeroglíficos, en colores de agua. Sacame de este turquesa. Sacame esto
podrido y reventalo contra la pared, le dice esperando que el pueda
entenderla y consiga encontrarle una salida. El llora y cae en la cuenta de que
muchas veces se habla de dolor y de coraje simplemente porqué esas palabras
llegan a la boca. Ella implora, balbucea y convulsiona cuando la enfermera
aumenta la dosis. Un flash le azota el cerebro hasta dejarla consciente solo
por veinte segundos. Veinte segundos fatales, asesinos en los que ella lo mira
y al encontrarse con sus ojos lo destroza. Ahí, cuando de verdad es ella, le
dispara sin piedad confesándole: Ya no quiero vivir así. El la acaricia,
la toma de la mano, intenta tranquilizarla para que pueda respirar y acercarse
un poco más a su alma. Pero hace la misma estupidez que todos ¿a quien diablos
se le ocurre llevar metáforas a un entierro? Ahora cuando todo se acerca al
fin, el solo desea creer en otras maneras de nacer, en otras vidas. Ella, que
siempre regalo luz, huele a muerte y traga remedios sangrando ocres llenos de dolor.
El piensa en sus hijos, piensa en arrancarle el respirador, los cables y
desviarla de la carretera hasta hacerla volcar, para que deje de vivir su
muerte y el matar un poco de la suya.
fino.
Agosto 2019.
Del libro: El Gen de la Bestia.