viernes, 8 de noviembre de 2019

Un último café.


                                                                      


                          
Lo mire fijo y esperé su respuesta.
- Cumpliremos con todo lo pactado. De eso puede estar segura –dijo sin mirarme a los ojos.
Claro que al darme esa respuesta lo único que logró fue dejarme más intranquila.
- Lo entiendo. pero de todas maneras, necesitaba que me lo confirmaran. Como imaginará se trata de mucho dinero. Fue un gran esfuerzo llegar a dicha suma. Usted nos comprenderá –dije sin alterarme.
- Lógicamente Sra. de Fernández, pero no tiene de que preocuparse. Apenas tengamos novedades nos comunicaremos con usted.
Al despedirnos el vendedor mantenía el mismo tono de voz, la misma métrica en el uso de las palabras y esa exasperante semi-sonrisa dibujada en la boca. Dejé la automotora sin perder el nerviosismo que me había llevado hasta allí. Después de todo, no era un modelo difícil de conseguir, lo que más complicaba el asunto era el color. Pero a Luis, mi esposo, se le había metido en la cabeza que ese azulcito eléctrico sería la diferencia. La estúpida diferencia con los autos fotocopiados de los vecinos de la cuadra. Últimamente me preguntaba, cada vez que me sucedían cosas como esta, ¿Que fue lo que me llevo a vivir con un hombre así? Casi seguro porqué en algún momento todas las locuras coinciden. Pensándolo fríamente, por su carita de ángel y su cuerpo perfecto, o tal vez el modo salvaje con que hacíamos el amor. Si. Eso. Sobre todo eso. Antes no me molestaba cuando me decía cosas a contra mano de mis principios. Pero ahora no soporto esa frivolidad con la que maneja los asuntos que son tan importantes para mi. Hace tiempo todas mis rabietas desaparecían cuando el me besaba, cuando me envolvía entre sus brazos y terminábamos sudorosos y enredados sobre la cama. Ahora el tiempo pasó. Ese fuego entre nosotros sigue encendido, pero cada vez me molestan más las cosas que antes no. Intentando sacarme esos pensamientos de la cabeza, entré en un bar. Lo llame por teléfono para contarle la charla con el vendedor. Palabra por palabra. Coma por coma y punto por punto, como a el le gusta. Le explique que pronto recibiríamos el auto. Pero por su modo de hablarme, adivine que no estaba muy conforme con mi trámite. Luego prosiguió. Que debía haber insistido. Que debería haber exigido. Que el dinero era nuestro. Que se habían comprometido a entregarnos el cero kilómetro en treinta días. Que esto, que aquello. Alejé el teléfono de mi oído. Le pedí al mozo que esperaba frente a mi, un café grande y dos medidas de whisky sin hielo. Odio el alcohol. Desde la mesa, donde había apoyado el teléfono, el murmullo monocorde seguía ululando y llegaba hasta mi cerebro. Apenas percibí una pausa en su monólogo, levante el aparato y le dije que yo pensaba exactamente igual que el. Le pregunté a que hora llegaría a casa esa noche. Respondió, con la seguridad de siempre, que a eso de las diez. Me despedí con un beso y con el “te quiero” más falso que había pronunciado en toda mi vida. Me tragué de un sorbo el whisky y revolviendo maquinalmente el café caí en la cuenta que no le había echado nada de azúcar. Repasando lo que había visto dentro de la heladera en la mañana, pensé en un posible menú. Pero resolví que ya no iba a cocinar. Tenía todo el tiempo el mundo. Elegí tomarme el café antes que se me enfriara para siempre, como el amor.





                                 



fino.
Noviembre 2019.                                 Ilustraciòn: Diego Soria.