Una cajita de metal llena de pimpollos de rosas, secos. Estaban ahí, esperando por las veces que ella no llegó. Uno por cada vez que no llegó. Rositas blancas, pequeños vestigios de soledad y espera. Empecinado los pensaba y los guardaba envueltos en pátinas de fe. Los pétalos gastados olían a otra cosa.
Esto termina esta noche, dijo y dio un portazo al salir. Los ventanales del bar, junto a la puerta, quedaron vibrando. Su miseria mental no le permitía ver más allá del deseo. Salió caminando rápido, sacudiendo los brazos con movimientos mecánicos al compás de sus pasos. No veía a las personas que pasaban a su lado, no escuchaba otra cosa que sus ideas chocando dentro de la cabeza, era una voz interior que manaba potente, sin posibilidad de cambio. La premisa era terminar con todo. Se sabía devorado por un agujero negro, y esa oscuridad lo llevaba por caminos laterales, persiguiendo recuerdos que lo ataban a ella y que solo podría calmar cubriéndose de sal. Por eso la esperaba, apoyado en una columna a oscuras imaginando estrategias. La esperaba donde nadie se atrevía, a media cuadra del río. Hundido en la penumbra fumaba con paciencia nipona, escondiendo la brasa del cigarrillo en el hueco de la palma de su mano. Era una luz mala, un alma en pena intermitente y peligrosa maquinando los últimos minutos antes de que pasara lo que tenía que pasar.
Nada puede impedir las vueltas de la vida, y su cuerpo incrustado a la tierra, haciendo tierra, descargaba una paz intranquila, espiritual. Tiró el cigarro antes de quemarse los dedos y besó el vidrio de la urgencia, del deseo, de la sed. Sintió la tibieza del sorbo que un maldito ilusionista le obligaba a beber. En otra parte del mundo es Abril y estallan los cerezos, ahora, hundido en el silencio, pintaba su deseo estúpido en un lienzo descascarado. Pintaba la belleza del fracaso. Su brillante fracaso. Terminó la petaca, y en la intermitencia del pestañeo la vio asomar doblando la esquina. Era ella, no tenía dudas. Adivinaba su aroma que se mezclaba en las narinas con el olor de los pimpollos ajados. Era hermosa, de paso felino, con el pelo bajándole hasta los hombros y el vestido violeta bailando en una danza infinita.
Aferrado a la columna suspiró, y se clavó en su alma el apetito irrefrenable de besarla, de tenerla en sus brazos por última vez, como aquella vez, la única, cuando todo comenzó, antes que llegaran los susurros de bocas invisibles y comenzaran a hablarle. La veía llegar y estalló en el cielo un relámpago mudo que atravesó el cielo, y una la llovizna tibia, lenta, abrió la oscuridad que los separaba. Ella no lo vio acercarse. Él, decidido, caminó a su encuentro superando el vacío de mil noches en vela, y a cada paso evitaba caer en los cráteres de su insanía. Antes que nada quería hablar y decirle las mil palabras que a borbotones se agolpaban en su boca, para después besarla en paz, en silencio. No importaba si ella lo recordaba, no importaba. Deseaba que lo supiera todo. Él la enfrentó con la esperanza de un comienzo. Ella se detuvo espantada y en su cara se dibujó la inmensidad del terror. El pudo ver que nada sería como había imaginado. Estaban estáticos, parados frente a frente, en medio de la calle oscura, empapados desde el cielo.
El dio un paso atrás, se estaba pudriendo por dentro, desconcertado metió la mano en el bolsillo, se aferró con fuerza al metal helado. La miró a los ojos y con un movimiento seco, rápido e implacable, dejo a sus pies la cajita llena de pimpollos blancos, oxidados. Bajo el cielo tormentoso la lluvia lo borraba todo.
fino. Del Libro: Mil Bares.
Collage: Lily Gar
Música: Cielo todo Gris - La Triple Nelson.