Con el hambre que tiene
medio planeta y con toda la dulzura de la que soy capaz, la miré a
los ojos y le pedí :
-Amor, ¿me haces un huevo
frito?
Ella, paciente, dejó sobre
la mesada el mate que estaba tomando, se acercó a la cocina a gas y
prendió una hornalla, apoyó con suavidad el sartén más chico de
los que tenemos en casa y volcó sobre él unas pocas gotas de
aceite. Cuando el aceite comenzó a crepitar acusando la temperatura
adecuada, cascò un huevo contra el filo del sartén, separó la
cáscara por la grieta formada al romperse y dejó caer el
contenido sobre el teflón caliente. La esfera amarilla de la yema quedó
rodeada de la albumina semiliquida como una nuve transparente al principio, blanca y coagulada después, al tiempo que el aceite hirviendo hacia su trabajo. Un
minuto más tarde levantó del sartén con la espumadera el huevo
perfectamente cocido y crocante en los bordes. Con pequeños
movimientos verticales de su muñeca dejo escurrir el aceite
sobrante. Puso el huevo humeante sobre un plato, me lo acercó a la
mesa junto con un generoso trozo de pan.
Mientras yo hundía el pan
en el centro del manjar y en el más profundo de los silencios, me di
cuenta de cuánto la amo, de que siempre la he amado, por millones de
detalles así. No porque haga los mejores huevos fritos del mundo,
sino por que sabe distinguir entre mis necesidades o cuando tengo el
infantil y recurrente capricho de sentirme mimado.
Ella se cebó un mate y
mirando hacia el jardín del fondo me dijo :
-¿Viste que hermosas
están nuestras plantas?
Yo pensé : Amor de mi
muerte, que es lo único para siempre.
fino.