-Metete las estrellas en el
culo.
La voz del Picana rebotó en
el piso de tierra, hizo eco en el cuadrado de bloques y se escapó por donde faltaba
el techo en la pieza en construcción. Lo cierto es que Picana y el Sal Gruesa,
estaban sentados sobre dos cajones de madera en el futuro cuarto de la casita
precaria. Los amigos arrullados por el ruido de las tripas acunaban hambre mirando el cielo. El Sal Gruesa había
admirado en voz alta el brillo de los astros que se desangraban de luz en el
cielo renegrido.
-Que lindas estrellas –había
dicho el Sal Gruesa.
Fue cuando Picana lo trajo a
la realidad :
-Metete las estrellas en el
culo. Yo tengo un hambre que no puedo
más.
¡Algo tenemos que hacer!
Cambiaron de posición sobre
los bancos enclenques y se entregaron en alma y mente a buscar la solución.
-Che Sal, ¿a vos Perro Loco
no te fía, no?
-¡No, que me va a fiar!. Lo
tengo adentro como con cuatro lucas hace como dos semanas. Falté varios días al
laburo y cobre casi nada. Si le pagaba al Perro Loco me quedaba sin un mango
pal´fin de semana –dijo sin tapujos el
Sal Gruesa.
-Que mierda. ¿Que podemos
hacer? No podemos mangar a nadie, ni meter un fiado. Tamos en el horno –Picana
rebuscaba en posibles soluciones y continuo diciendo –Che Sal, ¿en la heladera
no hay nada, no?.
-Media zanahoria, una papa y
un cacho de chorizo colorado.
-Vamos por ese guiso entonces
–se envalentono Picana, clavando la vista en la pared de bloques sin pintura ni
revoque.
La noche de domingo se estaba
adueñando del cantegril, algunas lamparitas lúgubres cuidaban los corredores en
la cuadricula de casitas, los pasajes latían con la música que se escapaba por
alguna ventana abierta.
Picana y Sal movían las
fichas, armaban la táctica mental que les diera la victoria en la pelea contra
el hambre. Cuando hay hambre no hay pan duro, pero hasta el pan duro se les
escondía entre los rincones de la noche. Nacer de ese lado de la avenida les daba
un poco mas de imaginación, al menos para llenar la panza y cubrir los agujeros
que abre el viento en contra. Ellos saben que el salvavidas puede caer de cualquier lado y en
cualquier momento. Mirando hacia el cielo entre suspiros y silencios fue que Sal
Gruesa se incorporó como poseído, quedó parado junto a su cajón, con la boca
abierta y con los ojos desorbitados como si hubiese visto un fantasma, se apuró
a decir:
-¡Las gallinas del Quemado¡.
-¿Que? –preguntó Picana
distraído.
-Las gallinas del Quemado
pelotudo. Le afanamos una y ya tenemos medio guiso hecho gil.
-Tas locazo Sal. El Quemado
si nos ve, nos mata. Yo ni mamado le entro al rancho.
-Dale boludo. Yo tampoco me
animo, pero le decimos a Marcelito que no le hace asco a nada y el se afana la gallina.
-Dejate de joder. Vos querés
que nos caguen a cuetazos, estas loco Sal.
-No seas nabo, pensá bien.
Marcelito trae la gallina, mangamos algunas verduras, tiramos todo pa´ la olla
y adiós pampa mía, estamos de fiesta.
Después de tanto detalle y
con el convencimiento que Sal Gruesa expuso su plan, Picana comenzó a ver la
idea con mayor simpatía, poco a poco y a medida que su imaginación percibía los
vapores exquisitos que desprendía la cacerola aun vacía, la posibilidad de que
una suculenta cena les aliviara el padecer era cada vez mas cercana y posible.
Salieron los dos amigos por
los corredores del caserío y golpearon en el rancho de Marcelito.
-¿Quien viene a joder a esta hora? –se escuchó desde adentro.
-Somos nosotros Doña Nena, el
Sal y Picana –contesto Sal Gruesa reconociendo la voz de la abuela de
Marcelito.
-Que ganas de andar
molestando. ¿No ven que son como las nueve? Ustedes siempre igual he. No saben
más que joder. Marcelito no esta y no va a salir
–dijo molesta la abuela.
-Pará abuela, no te metas en
mis cosas –se escucho desde adentro la voz de Marcelito demostrando molestia.
-Ya se juntaron todos los
insoportables y nada bueno va a salir –opinó la abuela.
-¿Que dice la barra? Esperen
que me calzo y salgo – dijo Marcelito abriendo la puerta de su vivienda.
A los cinco minutos con los
tres amigos sentados en la habitación en construcción, Picana contaba la idea,
Sal Gruesa asentía a cada frase de su amigo y en los ojos picaros de Marcelito
se dibujaba una pequeña maldad que crecía a pasos agigantados a medida que el
plan llegaba al fin de su desarrollo. Es que entre Marcelito y el Quemado
habían cuentas pendientes que se arrastraban desde hacia algún tiempo, un
pequeño botín mal distribuido, algunas faltas a la verdad, líos de polleras y esas
son actitudes que entre bandidos no pasan fácilmente al olvido.
-Bueno vamos arriba entonces.
Yo me meto al rancho, pero alguien me tiene que acompañar para hacerme de
campana y para entretener a los perros así no ladran –dijo Marcelito.
-Pahh, los perros –dijo
asombrado Sal Gruesa.
-No pasa nada con los
pichichos, yo los conozco, les damos alguna galleta para distraerlos y quedan
comiendo de la mano. Son pura pinta, además el Quemado estuvo toda la tarde
chupando en lo de la Negra Felisa, debe estar durmiendo la mona de tanto
vino –dijo Marcelito cerrando el plan.
-Yo te hago el dos –formalizó
Picana.
Salieron los tres del rancho
del Sal Gruesa, bajaron la callecita rumbo al final del corredor, la oscuridad
era cómplice y tapadera para los hambrientos compinches. Al llegar al final del
corredor, doblaron hacia el barranco que los dejó en la parte de atrás de la
última hilera de ranchos en donde vivía el Quemado. Bajaron entre los escombros
y las bolsas con basura que la gente tira en el barranco, ahí se quedó Sal
Gruesa cubriendo la parte derecha del fondo y con un puñadito de galletas para
perros en la mano Picana seguía los pasos de Marcelito que a esa altura ya era
el líder por determinación propia. Llegaron al rancho del Quemado y como quien
siembra al boleo, dejaron caer frente a los perros las galletas, estos no
demoraron ni un segundo en olfatear el manjar mínimo que les ofertaban los
dioses de la noche. Los canes se relamían al tiempo que Marcelito en cuclillas
les rascaba el lomo, felices los perros movían la cola reconociendo al
visitante. Picana pasó a mimosear a los animales y Marcelito se dispuso a abrir
la puerta del rancho con la mayor destreza de la que era capaz. Agarró con las dos manos la
cuerda que servía de picaporte para entrar al rancho, levanto la puerta en seco
evitando que crujieran la bisagras oxidadas, abrió la puerta hacia afuera
siempre tirando hacia arriba con fuerza y la bajo luego de separarla del marco
apenas medio metro. Con la plasticidad de movimientos que lo caracterizaba se
metió en el rancho haciendo gala de su vista de lince y de su paso sigiloso.
Atravesó la pieza de la entrada, dobló hacia el baño donde a modo del gallinero
dormían las gallinas por las noches, no fuera cosa que algún ladrón atrevido
quisiera robarlas del corral exterior. En la oscuridad del rancho, Marcelito
vio durmiendo sobre el sillón a su ex-socio, pero sobre todo lo escucho roncar,
con lo que llegó a la conclusión que tenía que ser muy descuidado o hacer un
ruido muy fuerte para que el hombre despertara.
Corrió la cortina del baño
que hacía las veces de puerta y forzando un poco mas la vista vio dos gallinas que dormían cómodamente una
sobre el water sin tapa y otra sobre la pileta destartalada que apenas se
mantenía unida a la pared quien sabe por que extraña magia de la física. Con un
movimiento perfectamente sincronizado y veloz agarró por el cogote a las dos
gallinas al mismo tiempo sin que pudieran emitir un solo cacareo, con una
gallina en cada mano, los cuellos largos y casi sin plumas quedaron apresados
entre los dedos gruesos de Marcelito quien con otro movimiento certero revoleo
las gallinas en círculos paralelos al techo como apas de molino, dejando los
cuerpos prontos para su desplume. Con la misma destreza y velocidad que entró,
Marcelito salió del rancho con las dos gallinas bajo el brazo, mientras el
Quemado dormía como un bebe sin enterarse de que se quedaba sin alimento y sin
huevos para la semana. Esquivando la línea recta del camino de regreso al
rancho, Picana y Sal Gruesa reían por lo bajo mientras Marcelito les contaba al
detalle los pormenores de la hazaña. Desplumarlas, destriparlas y poner la olla sobre el fuego fue cuestión
de media hora y por esas cosas que tienen los pensamientos positivos, una vez
que se soluciona el problema mayor, los pequeños problemas se resuelven como por
arte de magia. Como si todo hubiese sido coordinado desde hacia varios días,
cayeron por el rancho Fabricio y la novia, Roberto y Mariza, el Gitano y
Danilo. Todos, apenas se enteraban que se estaba preparando un guiso
preguntaban que faltaba y salían cada uno por su lado a buscar algún producto
para agigantar las posibilidades del
cocinero que por cierto y como siempre, era Picana. Así fue que la olla de
veinte litros quedó repleta de contenido. Zanahorias, chorizo, papas, morrones,
choclos, cebollas y tomates se cocinaban junto con las gallinas, que en honor
al verdad hay que decir que mucha carne no tenían, pero pese a ser flacuchas de
todas maneras eran las estrellas de la improvisada fiesta. Tampoco faltó el pan
en abundancia y la damajuana de diez litros de vino que a nadie se le dio por
preguntar de donde había salido, como tampoco nadie preguntó quien había
conseguido plata para comprar gallinas. El arroz estaba llegando a su punto de
esplendor y los comensales esperaban aferrados a las cucharas y platos que les
habían tocado en el reparto, cuando la puerta del rancho tembló, por unos
golpes cortos y desmesurados. Marcelito se metió bajo la cama de Picana
haciendo gestos en silencio que claramente querían decir “no estoy- no estoy”,
las caras de los que conocían la procedencia de las gallinas mutaron de fiesta
total a disimulemos en un solo segundo, el resto de los comensales que no
sabían la historia seguían hablando en voz alta como si nada. Se repitieron los
golpes y el Sal Gruesa con cara de póker abrió la puerta.
-¿Están de fiesta? Se ve que
la faena fue buena ¿no? –pregunto el Quemado con aliento alcohólico, los ojos
irritados y el rostro visiblemente desencajado.
-¿Que haces Quemado? Si, nos
juntamos con una damajuana y salió un guisolfo de lluvia. ¿Todo bien? –contestó
Picana aguantando la risa con la valentía que dan unos cuantos vasos de vino.
-Todo bien no, todo re-mal.
¿Así que guiso no? Mejor no pregunto nada así no me salta el pistolero de
adentro. ¿No vieron al Marcelito?
-Hoy temprano a la tarde
estuvo por acá, pero después se fue creo que se iba para el Buceo a la casa de
los primos –dijo Picana tratando de despejar la cancha.
- Ah, al Buceo. Si llega a
venir decile que quiero hablar con el –y dicho esto hecho una mirada desafiante
y llena de furia sobre todos los que estaban en el rancho y tiró hacia los pies
de Picana un papel que tenía arrugado en las manos al tiempo que les daba la
espalda masticando el sabor de la impotencia.
Picana tranco la puerta con
el pasador, Mariza se dispuso a servir los platos, Danilo y Roberto repartían
trozos de pan y el resto se iba acomodando en donde podía con los platos en la
mano esperando el menú principal y preguntándose entre todos “¿que pasó? ¿que
pasó?”. Marcelito salió de su
escondite con una risa macabra de oreja a oreja y feliz como quien realiza un
sueño largamente esperado. Sal Gruesa levanto el papel arrugado que estaba
tirado en el piso a sus pies y mirando con cara de sorpresa a Marcelito le
pregunto:
-¿Y esto?
-Se lo deje en el baño, por
si extrañaba a los plumíferos –contestó entre risas de placer.
Sal Gruesa desenrollo el
papel, lo aliso contra su muslo izquierdo y reconociendo la letra infantil y
deforme del Marcelito, leyó:
“A mano, por la paloma de
pelo largo que me robaste vos, sorete”.
fino.
Noviembre 2018.