miércoles, 16 de octubre de 2019

Hiel púrpura.

                                                                    



Soy puto, ¿y qué? –dijo Marcos mientras miraba a su padre a los ojos, desafiante y con sed de venganza.
La cara sudorosa del viejo se deformaba bajo un cono de luz opalina. Con los brazos extendidos y las manos crispadas apretando el vacío que los separaba, estalló en llanto al oír la confesión de su hijo.
-Estás enfermo –dijo desencajado.
Marcos sonrió. Posó el dedo índice de su mano derecha sobre sus labios imitando la foto de la enfermera que todavía cuelga en algún hospital olvidado.
-Ya no voy a esconderme –.
Juvenal no soportó la pose de su hijo y se dejó caer desarticulado sobre el sillón. Se llevó las manos a la cara tapando su vergüenza con los anillos de oro que  no podían pagarle una vuelta atrás en el tiempo. No se derrumbaba el sueño del hijo en la lista infinita de doctores en la familia. Tampoco estaba en peligro la continuidad del apellido que abría todas las puertas. Estaba en caída libre su postura intransigente frente a los cambios de doctrinas, que el rechazaba sin escrúpulos ni descanso ante quienes osaran pensar diferente. El solo se preguntaba: ¿Dios mío, porqué esta maldición? ¿Porqué a mi?. Viéndolo desangrarse por la herida, Marcos apretó el acelerador y decidió sacrificarlo allí mismo. Dejaría caer sobre su padre el rencor que lo había asfixiado durante tantos años.
-¿Querés que te diga algo más? Fue tu hermano Esteban que con su lengua y sus dedos inmundos terminó con mi inocencia. El santo de tu hermano, ese gran hijo de puta del que estás tan orgulloso, y que no es ni por asomo un poco más hombre que yo.
El viejo totalmente fuera de la si, se removía en su asiento poseído por un odio que le pintaba la cara de rojo y hacía que su corazón estuviese a punto de explotar.
-Solo eso faltaba, acusar a tu tío. Ya no te queda nada por destruir-.
-Si que me queda. Podrías preguntarle a Clarita por que se fue de casa apenas tuvo la capacidad de hacerlo.
-¡Ahh, no!. Metes a tu hermana también.
- No. Yo no la meto. Fue Esteban quien la arrastró a la desesperación. Mientras vos vivías en tu mundo y con los ojos tapados. No podrán comprar el perdón. Voy a terminar con todo.
-Dejàte de inventar estupideces. ¿Querès mariconear? Agarrà  tus cosas y mandate a mudar en el primer avión. No hagas más daño-.
-Si, claro, hacerte daño. ¿Sabès una cosa? No quiero la culpa que me regala tu miedo. Ustedes van a tener que hacerse cargo. Hasta acá llegó mi silencio.
Marcos volvió a sentir la impotencia del desprotegido, del humillado. Había vomitado el dolor de mil noches ahogadas en la almohada, mientras destrozaban su inocencia frente a la ceguera de la carne. El sueño de Juvenal y Esteban  De los Campos se destruía. Ellos, dueños de cosas y de humanos. El viejo se mordió el labio hasta sangrar. Una columna púrpura le nació en la comisura y en un descenso veloz le mancho el cuello de la camisa blanca y siguió dibujando el curso de un río deforme hasta llegarle al corazón. No fue un balazo, ni un accidente lo que le quitó la vida. Fue la incapacidad de entender que no hay rejas para detener la miseria humana cuando el enemigo vive dentro. El corazón de Juvenal De los Campos se había detenido. Marcos lo percibió y no sintió absolutamente nada. 
Tampoco le importó no sentirlo.


fino.
Octubre 2019.
 Del libro: El Gen de la Bestia.    Ilustraciòn : Diego Soria.
 

miércoles, 2 de octubre de 2019

La posibilidad del accidente.

                                                                          



Se aferró con furia al volante mirando la luz que venía hacia el a toda velocidad. Decidió pisar el acelerador a fondo al tiempo que cerraba los ojos.
La oscuridad total en la que estaba envuelto se fue disipando por un fino haz de luz que caía por lo que parecía ser el ojo de una cerradura. Palpó su cara, sus piernas y poco a poco comprobó que todo estaba en su sitio, la nariz en el lugar de la nariz, la boca en lugar de la boca, sus pulmones funcionaban y el corazón  bombeaba un fuego eléctrico hacia los ojos. Separó los labios y susurrando pidió lo que mas deseaba en el mundo: “ ¡Agua, agua!”. Las palabras rebotaron en su entorno y se fueron alejando lentas, obstinadas hacia el infinito. Intentó separar su cuerpo de la cama en la que estaba recostado pero no pudo despegarse un solo milímetro, apenas consiguió mover las manos, era un ave herida aleteando después de un disparo certero. Necesitaba ayuda, saber donde estaba atrapado. Sus ojos se llenaron de lágrimas al ver la imagen de Magdalena, recortada por la luz. Su pecho estaba oprimido por el desconsuelo, las lágrimas rodaron por sus mejillas ,bajaron por el cuello hasta empaparle la nuca. Rescató con la lengua el resto de una lágrima con la que apenas humedeció sus labios, maldijo en un idioma imposible de comprender al pensar que se estaba alimentando en el infierno. La sal de la lágrima no hizo mas que agigantar su sed, ella se acercó y con un paño blanco embebido en agua fresca. Comenzó a limpiarle las heridas de su cuerpo lacerado, le lavo las manos, los pies y el torso ensangrentado. Otra vez ella, su amor, calmaba sus heridas mientras que con voz pausada enumeraba las veces que él había traicionado, las veces que había engañado y todas las promesas, que por soberbia, había dejado de cumplir. El sucumbió en la miseria de sentirse hueco, sin paz. Su vida comenzaba y terminaba allí, en el origen de esa luz, en ese faro inmóvil y en las palabras implacables de ella. Eso lo desencajo, se dio asco, tuvo miedo y sintió el horror de haber fallado siempre. Intentó gritar con todas sus fuerzas pero esta vez un silencio inhumano le estalló en la boca. Quedó atrapado en el aire grasoso del terror y sujetándose con todas sus fuerzas a los lados de la cama, se desvaneció. En ese segundo infinito, el tiempo se detuvo. Despertó en el limite difuso de lo real y lo imaginario, despertó en el temporal caótico de los deseos ajenos. El, gigante y minúsculo, descreyendo de su propia historia vio a Magdalena guiándolo a través del ruido ensordecedor de neumáticos derrapando en una frenada violenta.
Levantó el pie del acelerador, soltó desesperado el volante, abrió los ojos y se llevó las manos a la cara frotándose con furia. La luz a su frente ya no existía y lentamente el auto volvió a transitar por esa vieja carretera desierta, oscura.

  fino.
 
Del libro: El Gen de la Bestia