Fue una picardía que terminó transformándose en tragedia. Todo el dolor de esa gente angustiada y empantanada en el río lo reflejaba. Eso lo asustaba, lo atemorizaba de verdad, tanto como su padre. Desde la cima del árbol en el que estaba oculto podía verlos a todos, incluso al viejo. Lo vio girar la cabeza, mirar hacia el monte con las manos hundidas en los bolsillos, con el pucho que nunca salía de esa boca pastosa; lo vio cuando, echando humo, comenzó a caminar hacia el, como intuyendo donde se escondía. Martín besó la rama, clavó la frente y las uñas de los dedos en la corteza húmeda del árbol, y susurrando muy bajito empezó a implorar que su padre no lo descubriera, que esas manos huesudas no salieran nunca de los bolsillos. Sabía de lo que era capaz.
Todo comenzó cuando Martín llegó hasta el muelle con una antorcha encendida. Un palo envuelto en trapos empapados en kerosén, buscaba uno de esos pescados gigantes que a veces los pescadores dejan ocultos en el fondo de los botes, para levantarlos más tarde, cuando el carro cargado hasta el tope se lleva toda la pesca al precio de la miseria. Los trabajadores cansados esconden alguna pieza para llevarse al rancho cuando el río vuelve lento a la soledad. Engañan el desconsuelo del abuso con algún dorado gordo que, sin fiesta ni alegría, va a parar a la parrilla adobado con litros de vino agrio y barato. Un buen día de trabajo. Martín, con el fuego en las manos, se metió a revisar entre los botes, después que todos subieron la ladera para guardar las redes en los galpones. Mientras revolvía buscando un pescado, tropezó con esa boya de porquería y rodó por la chalana. Los trapos con kerosén volaron por el aire escupiendo llamas vivas que llovieron, como gotas de fuego, sobre los tres botes amarrados. Ahí fue cuando todo se descontroló. El nailon, los bidones de plástico con restos de nafta y las maderas arrugadas por el sol, terminaron haciendo el resto. Bajo la luz de la luna ardían las tres chalanas, el tesoro escaso de los pobres, tan pobres como él. Entonces se tiró al agua y nadó río abajo más de doscientos metros. Tuvo suerte, nadie lo vio. Se acercó a la orilla donde el río se pegaba con el monte y subió por la pendiente hasta lo más profundo de la noche. Trepado al árbol más alto se puso a mirar cómo llegaban corriendo a grito pelado los pescadores, los niños y las mujeres, intentando evitar lo inevitable. Se puso a llorar. Martín no tenía consuelo mientras veía acercándose la braza minúscula del pucho, apareciendo y desapareciendo intermitente entre árboles y matorrales. No tenía salida ni esperanza. Pero él les iba a decir a todos, cuando pudiera tranquilizarse y hablar, les iba a contar. Podía ayudarlos a pescar cuando arreglaran los botes quemados. Él los iba a ayudar, sin cobrar ni un mísero bagre descarnado. Pero ahora no. Ahora tenía miedo de lo que iba a pasar. Como cuando faltó a la escuela para quedarse jugando en el camino, en el pasto bajo el sol tibiecito con las lombrices que amontonaba en el frasco. Como cuando con el Ignacio chico le robaron los huevos de la bataraza a Doña Chola. O sin ir más lejos, cuando lo encontraron pitando un armado de chala atrás del galpón del Medina. Pero esto iba a ser peor, lo sabía. Esto iba a ser igualito a cuando se paró adelante de su madre para que el viejo, mamao, no le cruzara la cara con el cinto y después siguiera y siguiera y siguiera hasta que se le cansaron los brazos. Esto iba a ser igualito, lo sabía. Pero no lloraba por eso. Lloraba por sus hermanos más chicos, por su madre y por el pobre del Julito, que por mucho menos que eso viven llevándole flores todos los domingos. Él sabía que esta vez se había pasado de la raya, pero fue sin querer. Fue para llevarle el pescado a la Marisa, que estaba sin comer desde hacía dos días, que estaba a puro pan viejo y agua, metida sola en el monte, más arriba, y que no tenía donde estar, y que la mama lo mandaba a llevarle el pan, y que la panza le crecía cada día por el bebito, y que no era ninguna puta, y que tenía la cara hinchada, llena de moretones y cicatrices por ese cinto de mierda, por el rebenque, y por las manos huesudas que él no volvería a permitir que salieran de los bolsillos nunca, nunca más.
fino.
Junio 2020.