miércoles, 10 de junio de 2020

En sesenta minutos.

                                           


 

 

Estaba disperso y le costaba concentrarse. Los temblores le habían comenzado por los pies, después siguieron por las manos mientras que el corazón aumentaba al doble las palpitaciones. Estaba seguro que era por las pastillas, se había tragado mal las mitades que debía tomar o las había tomado por segunda vez en el correr de la mañana. No lo sabía, no lo recordaba. Si en ese momento alguien le hacía la pregunta, el estaba dispuesto a decir a quien quisiera oírlo que la culpa era de ella, por haber salido a pasear cuando más la necesitaba. Era una sinvergüenza. Traicionarlo de esa manera después de tantos años. A ella, esas mañas le aparecieron cuando a el se le empezó a caer el pelo, de eso estaba completamente seguro. Ella, que siempre protestaba y no comprendía que los años no llegaban solos. Justo a el, que no le gusta mentir, que le gusta adornar con cuadros de paisajes y con los retratos de la familia la casa hermosa que le había regalado. Porque el se la había regalado, para que ella tuviera, para que no anduviera diciendo cosas por ahí. El, que casi siempre era bueno con ella. Además solo la golpeaba cuando ella no le hacia caso, cuando se lo merecía o si la comida estaba fría y asquerosa. Solo esas veces, después no. Casi nunca. Pero sabía que en el fondo ella agradecía que el la quisiera tanto, por eso le dejaba todo pronto para que no le faltara nada cuando ella iba a salir toda la tarde, como hoy. A fin de cuentas en una relación de tantos años siempre hay pozos, como en el asfalto. Ya había pasado casi una hora y observándolo todo con cierta distancia, el veía todo más claro, fue traicionado sin razón. Lo juraría sobre el cristo incrustado en la pared. Ahora sentía que los temblores aumentaban, que la mandíbula se le trancaba y que la lengua se le desparramaba hacia la pera. Estaba envuelto en susurros y en un río de baba espumosa. El, que era un héroe, que era un señor, ya ni su estúpido cuerpo le obedecía. Pensaba, ordenaba, pero su mente no acataba las órdenes cuando más necesitaba. Cayó al piso, estaba solo y seguro que este sería su fin, pero no iba a llorar, no debía llorar como una mujercita. El, que era un ser diferente y que sabía un poco de todas las cosas, como no se había percatado al tomarlas, del asombroso parecido entre las pastillas para el corazón y el veneno para ratas. Pero, a pesar que estaba quedándose duro y que la respiración le faltaba, no iba a llorar, no era una mujercita.

 

 fino.  

Junio 2020

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