(La Tarde del Lobo)
El sol no sabe que su manera de brillar es parte de la
forma en que se mueve el mundo, no sabe que a cada giro nos acerca un
poco más a la muerte. Pero sigue. Nosotros seguimos. Es parte de la
naturaleza, son las capas de la cáscara que
es vivir.
Lucas pensaba en esas cosas, sentado bajo un olivo
mientras el sol se filtraba entre las hojas del árbol aun sin frutos. Estaba absorto mirando los rayos de luz que dibujaban formas extrañas en el suelo
pedregoso al entreverarse con las ramas que se movían
por una brisa tibia y lenta. Se sentía casi libre. Tenía ganas de fumar, hacia años que no lo hacía y pensar en
ese efímero placer acentuaba el deleite que ahora estaba
sintiendo. Le pareció escuchar a lo lejos una voz que lo
llamaba, agudizo el oído despegándose un instante del
letargo en el que estaba inmerso. Si, luego de unos segundos escuchó su nombre
que llegaba atravesando el monte.
-Lucassss. Lucassss –escuchó por segunda vez.
Realmente no tenía ganas de levantarse, estaba cómodo, feliz y embriagado en los
brazos de una tarde maravillosa.
-¡Maldición! –dijo por lo bajo al tiempo que separaba
las palmas de sus manos que tenía sobre el vientre, apoyó la mano derecha en el
suelo para hacer palanca e intentar recuperar la
vertical. Cuando estaba por dar el primer paso hacia el lugar desde donde
provenía la voz que lo reclamaba un destello místico y
atemporal lo sacó del impulso primario. Miró hacia atrás, hacia la profundidad del monte nativo que estaba a su espalda, y como
hipnotizado por el murmullo del río que corría
implacable allí dentro, comenzó a caminar rumbo
a la espesura. No lo pensó, solo fue paso tras paso bajo el sol tibio que lo
arropaba en su transe y que lo mantenía fuera de la realidad. Durante
mucho tiempo había estado controlando su mundo, sus pasos, sus heridas, sentía
que este era momento. Mientras caminaba fue subiendo y subiendo sin
despegarse del suelo, había llegado el momento de escapar, de ir hacia un lugar
que fuese real, que fuese verdadero. Por sus ojos rasgados se colaba difuso el
monte, el sol y un sendero blando
que se abría bajo sus pies. El zumbido del agua corriendo
libre y burbujeante aumentaba a medida que se acercaba a lo que Lucas intuía como el comienzo de su destino. Estaba
sumergido en una tarde extraña, iba como un ente arrasando
la vegetación. Llegó a una hilera de árboles de
tonos rojizos, naranjas y azules que le ofreció una extraña resistencia y casi sin darse cuenta atravesó ese muro
enmarañado de ramas vivas, de ramas
muertas y colgajos de cortezas resecas. Vio un punto de fuga entre el follaje donde descubrió el río y su rumor que lo
esperaba desbocado. Lucas se estremeció, no era inocente y sus
ojos tristes lo comenzaban a delatar, una mueca agria
se le dibujo en la cara como una cicatriz añeja. Ahora estaba parado frente al río, unas rocas llenas de musgo marrón
sobresalían a poca distancia de sus pies y los rayos de
sol que atravesaban la espesura acentuaban el rictus
oscuro de su rostro. Era otra persona, en la soledad profunda asomaba su verdadero ser, el olvidado, el escondido. Un
tintineo irreal comenzó a ganarle la pulseada al sonido que provenía desde el
río, él solo esperaba una orden superior
que dirigiese sus próximas acciones, si es que así podía llamarse a los movimientos robóticos que había hecho después
de dejar la calidez del olivo. Desde el centro de la espesura una enorme y
densa figura comenzó a caminar hacia Lucas, un cuerpo pesado que hacía temblar
las entrañas sangrientas y oscuras del monte. Esa
sombra amorfa de ojos satánicos, blancos, boca pastosa y labios cuarteados era un ser hambriento avanzando
con furia hacia él. Lucas pensó en correr en la
dirección contraria, pensó en esquivar los árboles, las raíces y sus propios
gritos. Se imaginó a toda velocidad,
mirando hacia atrás, en plena fuga y midiendo la distancia que los separaba, que se mantenía inalterada.
En su escape imaginario, buscó nuevos atajos y desvíos, pero la mole seguía
ahí, a la misma distancia. Los pies
de Lucas estaban clavados
al suelo y el agua helada del río
comenzaba a entrar por sus zapatos, mojándole las
medias, los dobladillos del pantalón, pero él insistía en pensar caminos que lo sacaran de allí, desollándose el cuerpo
contra ramas y espinas en esa travesía
incomprensible del destino, que era el suyo. Corría huyendo, y no. Estaba estático sobre sus piernas y el río le devoraba las
rodillas. Soñaba despierto. Pero la venganza no
miente, no sabe mentir y tampoco sabe reír. Estaba obligado a escuchar el crujido desenfrenado del agua que
ahora le llegaba hasta el vientre. Se detuvo en su inmóvil
carrera, miró hacia atrás y la sombra lo custodiaba
desde la orilla empedrada. Los ojos se cruzaron y la mirada perversa de la sombra se le clavó dentro de sus ojos y
fue la señal inequívoca de que todo había terminado.
Mientras volvía a escuchar la voz, el agua le tapaba la cara y le nublaba la vista. Y se perdió bajo el murmullo
de la fuerza incontenible del agua, bajo los vapores
nocivos y fétidos de mil asuntos pendientes,
pero por sobre todas las cosas fue la masa pesada de la culpa quien mirándolo
desde la orilla, lo aplastó sin
tocarlo.
El sol no sabe que su manera de brillar es parte de la
forma en que se mueve el mundo. El mismo sol que gira y que cambia, y que
es parte de la vida. En eso pensaba Lucas chorreando lágrimas y agua, cuando
caminando de dientes apretados y sin dudarlo, fue directo a enfrentarse cara a
cara con la sombra
de la culpa y de su miedo.
fino.
Música de fondo: Sos mi oasis - David Lebon.