Raro.
Muy raro. Fue un choque eléctrico cuando la vio aparecer caminando hacía él por
la vereda. Nicolás venia con las manos en los bolsillos escuchando música, navegando
sobre la letra de la canción. Lo menos que esperaba era ver, en medio de
la noche fría, a Silvana viniendo hacia él. Ella
estaba radiante. Habían pasado cuatro años y mucha agua bajo el puente.
El tiempo
le había aumentado la belleza y las curvas de su cuerpo moreno. Silvana estaba
hermosa. Nicolás la vio más madura, más mujer y con esa sonrisa brillante que
siempre lo había enamorado. Un temblor se apoderó de su cuerpo cuando ella, a
pocos metros de él, estiro sus brazos para abrazarlo. El se llevó las manos a la
cara, se tapó los ojos, quedó congelado. Sintió los
brazos de ella rodeándolo, sintió el calor y la presión de sus pechos en los
codos. Le llegó el perfume dulce y embriagador que ella tenía. Sacó las manos
de su rostro, la tomó de la cintura, la apretó tan fuerte como pudo y sin
pensarlo mucho dijo:
-¿Qué
hacés acá? ¿Me querés matar?
-Hola
lindo, te estaba esperando.
-No
lo puedo creer ¿Cuando llegaste?
-Hace
una semana ¿Como estás?
La
película de los años pasó a toda velocidad por el
cerebro de Nicolás. Por un instante llegó a pensar que estaba soñando.
No lo
podía creer. El olor y el calor del cuerpo de Silvana lo trajo
rápidamente a
tierra. La podía oler, la podía tocar, algo que había soñado muchísimas
veces.
Millones de veces. Ya no eran los mismos, lo sabía, pero la sensación si
que era la
misma. Las ganas y el deseo eran iguales. El viejo amor anestesiado
despertó,
se hizo carne y explotó dentro de su cuerpo. Nicolás temblaba, Silvana
temblaba. Era raro. Muy raro. Se separaron un poco, se tomaron de las
manos y mirándose a
los ojos, dijeron mil cosas sin decir una sola palabra, como antes.
Restablecieron
un mundo en el mismo instante que conectaron sus ojos.
-¿Que
linda que estás? Linda, como siempre.
-Bobo
–dijo ella sonriéndole con todo el cariño que tenía acumulado.
El
llevó lentamente sus labios a los de ella y la beso, dulce y pausado, sin el
arrebato de la pasión y de la espera. Después entrelazaron
sus lenguas en una danza pagana, llenos de deseo. En el lento movimientos de
sus bocas, renació la más profunda lujuria que anidaba en las profundidades de
sus almas. Estaban juntos otra vez, unidos desde la carne, desde el silencio y
el tiempo. Unidos desde la sangre. Se acariciaron, se apretaron buscando hacer
de sus cuerpos uno solo. Sin planearlo, sin pensarlo, se dejaron llevar. Fue
solo un minuto que duro años, muchos años. Cuando separaron sus bocas, los ojos
siguieron unidos en una mirada infinita. El flotaba sobre un piso que se movía
al ritmo de su corazón. Silvana lo miraba extasiada. Juntos, después de una vida.
Juntos.
-Dejame
tu teléfono. Me tengo que ir, mi hermana espera en el coche y estamos apuradas.
Dame el número y te llamo apenas pueda. Me moría de ganas de verte. Tenía que verte.
El
rebusco en su morral un lápiz y un trozo de papel. Anotó en silencio el número que ella
pedía, se lo dió, la quedó mirando con sorpresa.
-No
te preocupes. Yo te llamo –dijo ella.
Nicolás
la vio alejarse con la misma sorpresa que la vio llegar. Sin
comprender, solo, parado en la vereda, el fantasma de Silvana se alejaba. Sus
botas negras, su pelo, sus caderas, el cuerpo embriagadoramente felino se
disfumaba como un sueño.
Otro
adiós. Nicolás no lograba despertar. No podía entender ¿Estaba soñando? ¿Era su
imaginación? La escena con la que tantas veces había fantaseado, ¿se diluía de
verdad?
Escuchó
el golpe de la puerta del coche después que Silvana subió. Escuchó el arranque del motor y
la aceleración, vio la imagen de Silvana recortada en el vidrio trasero del auto
mientras se entreveraba en el tráfico de la avenida hasta que se perdió en la
distancia.
¿Qué
pasó? ¿Soñaba despierto? No. Era ella. Silvana era así. Nicolás camino
unos pasos, entró a su casa y se dejó caer
sobre el sillón. Estaba en estado de shock. Repasaba una y mil veces la escena
que había vivido, no podía cuantificar ni medir el tiempo, ni el vendaval en
que estaba sumergido. Ella lo buscó, fue a su encuentro después de tantos años
y se desvanecía en un instante como si no importara. Como
si todo eso no importara ¿Que estaba sucediendo?
Una
catarata de imágenes y sentimientos le apretaron el corazón dejándolo chato de tanto
peso. Latía, latía con fuerza, a un ritmo desproporcionado. Todo era muy fuerte.
Lo que sentía, lo que pensaba y al mismo tiempo estaba inmerso en una profunda
paz. Nunca en su vida se había sentido así, nunca. Se llevó las manos a la nariz
y pudo sentir el perfume dulce de Silvana. Cerró los ojos y mentalmente repasó
la escena.
La
vio llegar, la vio acercarse, la abrazo, la beso y la respiró otra vez después de casi un
siglo. Era raro. Muy raro.
Se
levantó del sillon y con la desesperación de un adicto, fue hasta el barcito del mueble. Se sirvió
un vaso de vodka generoso y sin hielo, lo bebió de un trago. Sus piernas no
habían dejado de temblar. Algo tan real y mágico había sucedido que no
bajaba de su estado febril. No dejaba de ver la cara de Silvana frente a sus
ojos. Cambiaba de ángulo y la veía. Miraba hacia la pared, hacia la ventana y
ella estaba en medio de todo. Ella estaba en todo. Lo completaba todo. Se sirvió
otro vaso. Después de varios minutos comenzó a preguntarse, a reprocharse
por su inacción, por no intentar detenerla, porqué no pregunto esto o aquello,
porqué no fue más activo intentando retenerla junto a él. Había ganado la sorpresa, había sufrido un golpe al
mentón.
Silvana
siempre lograba lo que se proponía y Nicolás estaba seguro que ella una vez más
ganaba la partida y jugaba las cartas de la manera que ella quería jugar. Lo volvía a
tener a su merced.
Luego
de varios tragos y darle mil vueltas al asunto pudo ver las cosas con un
poco más de distancia, con más claridad.
Silvana no había llegado sola a Montevideo.
Ahora debía esperar que sonara el teléfono
para escuchar su voz dulce desde el otro lado del auricular, y eso podía pasar
en horas, en días, o seguramente nunca. Interminables horas, interminables días con ese perfume
exquisito taladrándole los sentidos. Cerraba los ojos y la veía, la sentía. Su pelo, la piel
morena, los vaqueros ajustados resaltándole las curvas, la remera negra pegada al
cuerpo, el calor de sus senos. Nicolás alucinaba con poder tocarla, con
acariciarla y besarla, pero esta vez con voracidad, con todas la ganas que
había acumulado en el transcurso del tiempo.
Quería
dejarle de una vez y para siempre todo lo que para ella había guardado, en su cuerpo
y en su alma. Deseaba
repetir el deseo que juntos habían inventado sobre un colchón prestado, cuando
eran inocentes, libres y perdidos.
Quería
que pudieran perderse otra vez, uno sobre el otro. Como
aquella vez, en aquel instante ancaldo, congelado en el tiempo.
fino.
Música: La Iguana en el Jardín - Claudio Taddei.