sábado, 18 de junio de 2022

El golpe de un encuentro.

                                               

 

          

Raro. Muy raro. Fue un choque eléctrico cuando la vio aparecer caminando hacía él por la vereda. Nicolás venia con las manos en los bolsillos escuchando música, navegando sobre la letra de la canción. Lo menos que esperaba era ver, en medio de la noche fría, a Silvana viniendo hacia él. Ella estaba radiante. Habían pasado cuatro años y mucha agua bajo el puente. 

El tiempo le había aumentado la belleza y las curvas de su cuerpo moreno. Silvana estaba hermosa. Nicolás la vio más madura, más mujer y con esa sonrisa brillante que siempre lo había enamorado. Un temblor se apoderó de su cuerpo cuando ella, a pocos metros de él, estiro sus brazos para abrazarlo. El se llevó las manos a la cara, se tapó los ojos, quedó congelado. Sintió los brazos de ella rodeándolo, sintió el calor y la presión de sus pechos en los codos. Le llegó el perfume dulce y embriagador que ella tenía. Sacó las manos de su rostro, la tomó de la cintura, la apretó tan fuerte como pudo y sin pensarlo mucho dijo:

-¿Qué hacés acá? ¿Me querés matar?

-Hola lindo, te estaba esperando.

-No lo puedo creer ¿Cuando llegaste?

-Hace una semana ¿Como estás?

La película de los años pasó a toda velocidad por el cerebro de Nicolás. Por un instante llegó a pensar que estaba soñando. No lo podía creer. El olor y el calor del cuerpo de Silvana lo trajo rápidamente a tierra. La podía oler, la podía tocar, algo que había soñado muchísimas veces. Millones de veces. Ya no eran los mismos, lo sabía, pero la sensación si que era la misma. Las ganas y el deseo eran iguales. El viejo amor anestesiado despertó, se hizo carne y explotó dentro de su cuerpo. Nicolás temblaba, Silvana temblaba. Era raro. Muy raro. Se separaron un poco, se tomaron de las manos y mirándose a los ojos, dijeron mil cosas sin decir una sola palabra, como antes. Restablecieron un mundo en el mismo instante que conectaron sus ojos.

-¿Que linda que estás? Linda, como siempre.

-Bobo –dijo ella sonriéndole con todo el cariño que tenía acumulado.

El llevó lentamente sus labios a los de ella y la beso, dulce y pausado, sin el arrebato de la pasión y de la espera. Después entrelazaron sus lenguas en una danza pagana, llenos de deseo. En el lento movimientos de sus bocas, renació la más profunda lujuria que anidaba en las profundidades de sus almas. Estaban juntos otra vez, unidos desde la carne, desde el silencio y el tiempo. Unidos desde la sangre. Se acariciaron, se apretaron buscando hacer de sus cuerpos uno solo. Sin planearlo, sin pensarlo, se dejaron llevar. Fue solo un minuto que duro años, muchos años. Cuando separaron sus bocas, los ojos siguieron unidos en una mirada infinita. El flotaba sobre un piso que se movía al ritmo de su corazón. Silvana lo miraba extasiada. Juntos, después de una vida. Juntos.

-Dejame tu teléfono. Me tengo que ir, mi hermana espera en el coche y estamos apuradas. Dame el número y te llamo apenas pueda. Me moría de ganas de verte. Tenía que verte.

El rebusco en su morral un lápiz y un trozo de papel. Anotó en silencio el número que ella pedía, se lo dió, la quedó mirando con sorpresa.

-No te preocupes. Yo te llamo –dijo ella.

Nicolás la vio alejarse con la misma sorpresa que la vio llegar. Sin comprender, solo, parado en la vereda, el fantasma de Silvana se alejaba. Sus botas negras, su pelo, sus caderas, el cuerpo embriagadoramente felino se disfumaba como un sueño.

Otro adiós. Nicolás no lograba despertar. No podía entender ¿Estaba soñando? ¿Era su imaginación? La escena con la que tantas veces había fantaseado, ¿se diluía de verdad?

Escuchó el golpe de la puerta del coche después que Silvana subió. Escuchó el arranque del motor y la aceleración, vio la imagen de Silvana recortada en el vidrio trasero del auto mientras se entreveraba en el tráfico de la avenida hasta que se perdió en la distancia.

¿Qué pasó? ¿Soñaba despierto? No. Era ella. Silvana era así. Nicolás camino unos pasos, entró a su casa y se dejó caer sobre el sillón. Estaba en estado de shock. Repasaba una y mil veces la escena que había vivido, no podía cuantificar ni medir el tiempo, ni el vendaval en que estaba sumergido. Ella lo buscó, fue a su encuentro después de tantos años y se desvanecía en un instante como si no importara. Como si todo eso no importara ¿Que estaba sucediendo?

Una catarata de imágenes y sentimientos le apretaron el corazón dejándolo chato de tanto peso. Latía, latía con fuerza, a un ritmo desproporcionado. Todo era muy fuerte. Lo que sentía, lo que pensaba y al mismo tiempo estaba inmerso en una profunda paz. Nunca en su vida se había sentido así, nunca. Se llevó las manos a la nariz y pudo sentir el perfume dulce de Silvana. Cerró los ojos y mentalmente repasó la escena.

La vio llegar, la vio acercarse, la abrazo, la beso y la respiró otra vez después de casi un siglo. Era raro. Muy raro.

Se levantó del sillon y con la desesperación de un adicto, fue hasta el barcito del mueble. Se sirvió un vaso de vodka generoso y sin hielo, lo bebió de un trago. Sus piernas no habían dejado de temblar. Algo tan real y mágico había sucedido que no bajaba de su estado febril. No dejaba de ver la cara de Silvana frente a sus ojos. Cambiaba de ángulo y la veía. Miraba hacia la pared, hacia la ventana y ella estaba en medio de todo. Ella estaba en todo. Lo completaba todo. Se sirvió otro vaso. Después de varios minutos comenzó a preguntarse, a reprocharse por su inacción, por no intentar detenerla, porqué no pregunto esto o aquello, porqué no fue más activo intentando retenerla junto a él. Había ganado la sorpresa, había sufrido un golpe al mentón.

Silvana siempre lograba lo que se proponía y Nicolás estaba seguro que ella una vez más ganaba la partida y jugaba las cartas de la manera que ella quería jugar. Lo volvía a tener a su merced.

Luego de varios tragos y darle mil vueltas al asunto pudo ver las cosas con un poco más de distancia, con más  claridad. Silvana no había llegado sola a Montevideo. 

Ahora debía esperar que sonara el teléfono para escuchar su voz dulce desde el otro lado del auricular, y eso podía pasar en horas, en días, o seguramente nunca. Interminables horas, interminables días con ese perfume exquisito taladrándole los sentidos. Cerraba los ojos y la veía, la sentía. Su pelo, la piel morena, los vaqueros ajustados resaltándole las curvas, la remera negra pegada al cuerpo, el calor de sus senos. Nicolás alucinaba con poder tocarla, con acariciarla y besarla, pero esta vez con voracidad, con todas la ganas que había acumulado en el transcurso del tiempo.

Quería dejarle de una vez y para siempre todo lo que para ella había guardado, en su cuerpo y en su alma. Deseaba repetir el deseo que juntos habían inventado sobre un colchón prestado, cuando eran inocentes, libres y perdidos.

Quería que pudieran perderse otra vez, uno sobre el otro. Como aquella vez, en aquel instante ancaldo, congelado en el tiempo.

 fino.

Música: La Iguana en el Jardín - Claudio Taddei.

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