martes, 14 de julio de 2020

El taller.

Apesar de la luz, era un lugar oscuro. Estaban encerrados, comiéndose el hígado en un ejercicio tenue de hallazgos y supervivencia. Eran once sentados a la mesa con hojas en las manos, preparados. Mujeres y hombres aficionados a la escritura, cargando sobre sus espaldas el peso de sus letras muertas, desbordados por las luces que llovían desde le techo. Se debatían como soldados entreverados en secretas y pequeñas batallas semanales, donde nacían o morían algunas frases coloridas. En el aire sobrevolaban sudores de envidia y narcisismo. Ellos desparramaban durante dos horas sus diferentes estilos de plagio, plagios insípidos y plagios brillantes en el mejor de los casos. La mayoría de lo que se escuchaba y leía, eran composiciones aburridas, redacciones escolares, largos discursos y maneras retóricas de disfrazar lo que realmente se quería decir. Había entre ellos solo dos o tres que realmente escribían bien, muy bien, pero en la práctica pura y dura de la creación, abundaba la fritura en aceite de bacalao. Después de cada lectura, como el cigarrillo posterior al sexo, se regodeaban con la disección del cadáver, desde un olimpo decadente y en voz alta, iban por la apetitosa yugular. El creador de turno cerraba los ojos, esperaba sumiso y en silencio, que destriparan su bella criatura. Siempre era igual, algún “me gusta”, por acá, algún “me gusta... pero”, por allá. Siempre con caras de asco interpretaban significados, mensajes, y regalaban algún aplauso flaco o simplemente el paredón. Risas tibias con el más profundo sentido crítico y con total ausencia de piedad. No sentían, no intentaban. Un puñado de aficionados sacándole punta al lápiz interminable del cosmos. Más que un curso de aprendizaje, era un flagelante ejercicio de crítica literaria, al tiempo que procuraban el aire que le faltaba a sus creaciones cuando se enfrentaban a la hoja en blanco. Tenían todo para ganar, pero amaban ese juego perverso.

Hasta allí llegó Analía, al taller, con sus cuadernos mojados y con las perlas desenterradas de su vida. Buscaba como seguir abriéndose paso en la selva de la inmadurez, venía con su dolor a cuestas y el corazón en reparación. Su sonrisa leve desató otras sonrisas en dos o tres personas que querían entenderla. El resto se asustó. Sin disimulo, ni pudor mostraban rechazo y desprecio.

¿Quién se cree que es? No bebe refresco, ni come los alfajores que repartimos, y para peor, escribe esas porquerías que oscurecen hasta el día.

En los primeros meses, Analía, no entendió el mecanismo de esos engranajes oxidados que chirriaban con el mismo ruido obsceno desde hacía más de seis años. En ese grupo cerrado era difícil entrar, todos estaban a gusto con lo que hacían y como lo hacían. Era una orgía oscura que no se detenía con la llegada de extraños. Ella escribía bien, quería aprender y no comprendía como seres sensibles y aficionados a las artes, manejaban códigos de freno y aniquilación de cualquier esperanza. Ella era dulce, sincera y alentaba con cortesía los textos que leían, buscaba ser aceptada sin desmerecer. Volcaba su energía en apoyar cada vez que las puertas se abrían, pero chocaba siempre con el eco apagado de esas cabezas vacías. Pero no todos reaccionan igual al desamparo. Analía llegó una tarde con la sonrisa desdibujada, ofreció su trabajo en una lectura vibrante, dejo su piel y su sangre en un texto que la mostró totalmente desnuda, transparente. Nada sucedió. Es decir, nada nuevo sucedió. Al pasear su mirada por los rostros inmutables y aburridos, una lágrima solitaria de fuego y sal marcó su mejilla en el lento camino hacia la boca. Sin decir otra palabra que “gracias”, se levantó de su silla, recogió sus papeles y se marchó para siempre. Dejó sobre la mesa los refrescos, el paquete con masas y sándwiches que había traído para el festejo que se estilaba. Era su cumpleaños. Se marcho sin avisar que todo estaba envenenado. Como las almas de esos futuros muertos.

 

fino.

Julio 2020.

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