jueves, 22 de julio de 2021

Un punto en el espacio.

 

Un punto mínimo, minúsculo, una picadura, el dibujo que deja una aguja que incrustó en las venas el veneno de la muerte, el flash del placer químico o una simple marca imperceptible del amor. Quién lo sabe, pues no habrá lugar para la autopsia, para estudios clínicos o investigación policial. No habrá tiempo. El estaba ahí, en el sillón, tieso, deshaciéndose, deshilachándose en el antes, en el ahora, en el espacio cerrado de una habitación que nadie volvería a abrir, que nadie volvería a habitar. El olor a podrido se descolgaba desde las paredes y se perdía en sí mismo, todo se había congelado pero no lo suficiente para evitar la descomposición natural, nada podía evitar la gula insaciable de las bacterias, de los gusanos, de las hormigas. El cráneo ladeado hacia la derecha se mantenía apenas pegado al cuello por algún tendón furioso que se negaba a reventar, quizás había sido el último en contraerse para evitar lo inevitable, lo que finalmente sucedió. La oscuridad haría el resto, las puertas cerradas, los gruesos cortinados tapiando las ventanas manteniendo a distancia, lejos, cualquier mirada intrusa de un rayo de luz. Pensar en causas o motivos que sentido tenía, si los colgajos de carne y vísceras eran todo lo que mantenían a ese pedazo de cuerpo anclado al mundo. Hasta que el tiempo pasara y como todo, estaba pasando, y todo continuaría tal cual estaba sucediendo en ese mismo momento. El ciclo natural. Luego todo desaparecería, el cuerpo, la ropa y los huesos hechos polvo apilados sobre lo que alguna vez fue el fino estampado de un mullido sillón. Después o al mismo tiempo, quién podría afirmarlo, las maderas y los techos caerían destrozados por el tiempo, las hojas de los libros se borrarían hasta deshacerse por la fuerza impiadosa del viento del mar y la sal colgada  en el aire húmedo del océano que arrasaría con todo, con el quinchado, con los trozos de nylon que alguna vez sirvieron del aislante, y los clavos tercos y herrumbrados que habían sostenido la construcción durante casi toda una vida. Y las acacias del entorno caerían y de sus semillas otras tantas nacerían formando después montones de hojas secas y de ramas que avivarían fuegos luego de transformarse en leña que alumbrarían en la oscuridad, o darían calor a quienes necesitasen calmar el frío cuando otro invierno llegará y el viento volviese a soplar inclemente, arrastrando la arena, que poco a poco se iría acumulando y que, más temprano que tarde, iría barriendo y cubriendo las huellas de todos los desechos. Los desechos humanos, los materiales, los sentimentales. El implacable iría arrasando hasta las almas muertas, como en una canción triste. Todo, todo se iría olvidando, perdiendo, borrando, mutando, desapareciendo por un punto mínimo, minúsculo, del tiempo.

 

 

fino.                           

      Música: Mundo Agradable - Serú Giràn.

Julio 2021.


miércoles, 14 de julio de 2021

Barniz.

 

                                                 


El barniz que cubría la mesa se estaba agrietando, una delgada y pequeña línea se había formando sobre la superficie brillante. Tantos líquidos corrosivos derramados se fueron sumando a los estragos impiadosos que causan el tiempo y el sol, potenciado por los amplios ventanales que daban a pleno cada día sobre la mesa. Johana comprendió de inmediato al posar su mirada sobre la mesa de la cocina y al ver la marca, que no era tan solo una metáfora de sus últimos años. Era urgente pulir la superficie, dejar a la vista la madera natural y poder sentir en sus dedos el tacto de las vetas, sentir la verdadera esencia, sin aditivos ni maquillajes, algo así como el amor. La banalidad le había cubierto la carretera, los años, los segundos y cada una de las tardes. Progresiones de rutinas interminables, mares de lunas perdidas en palabras sin sentido, y los pequeños destellos, las pequeñas luces de placer que aparecían esporádicas titilando ante ella y a tanta distancia, eran tan lejanas que el aburrimiento se fue adueñando de su vida, de todas las migajas de libertad que aun poseía. El final de algo estaba cerca. Demasiado. Respiró con dificultad al verse atrapada por la realidad. Normalmente se serviría un gin con tónica bien cargado y con algunas piedras de hielo. Normalmente encendería, después, un cigarrillo al cual mancharía de carmín en el filtro. Pero si repetía la escena, volvería a caer en la trampa que terminaba de descubrir, volvería a esconderse del poco aire fresco que se estaba colando por una ínfima abertura del ventanal. Se quito el saco y lo colgó sobre el respaldo de una de las seis sillas que rodeaban la mesa, con la punta del pie izquierdo se sacó el zapato negro de taco alto del pie derecho, luego, con el pie descalzo se quito el otro zapato. Sintió el frío de la cerámica del suelo fluyendo por las medias de nylon hasta que formaron parte de las plantas de sus pies, y por un instante transformó el enredo filosófico en que se había sumergido, en un suave y sutil alivio terrenal. Caminó hasta la pileta de la cocina, se sirvió un vaso con agua después que dejo correr por algo más de un minuto el líquido transparente que salía del grifo. Bebió con sed, con ansias, como si fuese el alcohol que había decidido no beber. Un moscón rodeo su mano mientras sostenía el vaso entre sus labios. Con la mano libre intentó espantarlo, alejarlo de su rostro perfectamente maquillado. Un moscón verde azulado metido en su cocina reluciente, sobrevolando, revoloteando como si hubiese detectado algo en descomposición en ese espacio de diez por diez, iluminado y aséptico. Alguna cosa no estaba en su sitio, algo no estaba funcionando como debería, Johana volvió a pensar en lo que había estado pensando antes de desear beber y fumar, algo la traía violentamente, otra vez,  hacia el incomodo lugar donde no quería estar. El insecto desapreció de su vista, pero el zumbido crecía, iba en aumento y por más que intentarse descubrir de donde provenía, las luces brillantes, los amplios placares desde el suelo al techo, el refrigerador, los muebles, los adornos y los floreros llenos de rosas nuevas, pero muertas, no le permitían encontrar al desagradable intruso. A voz en cuello llamó tres veces a Rosina, sin obtener la respuesta inmediata a la que estaba acostumbrada. Estaba sola. El silencio humano invadía el resto de la casa, solo el aleteo invisible y molesto era la única señal de algo parecido a la vida que se movía a través del aire tenso de la cocina. Dejó el vaso vacío sobre la mesada, y al apoyarlo, un leve temblor de su mano hizo que el vaso girara sobre sí mismo en un espiral peligroso. Giró y giró al tiempo que aumentaba la velocidad, el tintineo del vidrio sobre el mármol blanco ganó, por unos segundos, su atención sobre el zumbido inclemente. Pudo evitar que el vaso cayera al suelo sosteniéndolo con las dos manos en un acto reflejo que quizás había demorado demasiado en hacer. Sus movimientos eran muy lentos. Al separarse de la mesada blanca con la intención de dirigirse hacia la sala principal de la casa, le pareció que los aleteos y zumbidos se duplicaban, se multiplicaban haciéndole perder la calma. Empezaba a molestase, ya no podía soportarlo. El frío del suelo también iba en aumento trepándose por sus piernas perfectas y ya no era agradable ni placentero, eran demasiadas cosas que estaban fuera de su sitio, demasiados ruidos disonantes como de cien violines desafinados al unísono incrustándose en su cabeza. Se llevó las manos a los oídos intentando atenuar lo que presentía como inevitable, con movimientos descoordinados y torpes fue en procura de algún spray insecticida, se dejo caer al suelo junto a las puertas del placard donde se guardaban los productos de limpieza. Abrió con desesperación las puertas, allí encontró un veneno contra todo tipo de plagas y se incorporó lista para disparar. Recorrió con la vista la cocina en procura del origen de su angustia, el sonido persistía, pero ella no veía nada. No veía absolutamente nada. Solo oía, y lo que escuchaba era ensordecedor, hiriente. Sin pensarlo dejo caer el aerosol que rodó por el suelo, chocando contra los muebles, contra las patas de las sillas y quedo girando en círculos concéntricos bajo la mesa. Ella totalmente fuera de sí, descontrolada y de manera instintiva, se llevo un pulgar a la boca y se acurrucó junto a una silla en forma fetal. Sumida en el vacío de en un espacio atemporal percibió un sonido a succión, un leve crepitar de fe, de ilusión, proveniente desde las patas de la mesa. El sol ya no golpeaba en los ventanales y el suelo se comenzó a entibiar al accionarse el termostato de la loza radiante. El silencio fue total.  El spray dejo de girar bajo la mesa y el barniz que cubría la mesa se fue resquebrajando con el sonido de un papel al rasgarse, se fue ovillando, interminable y rocoso, hacia los cuatro bordes de la mesa.

 

 

fino.


julio 2021.


jueves, 8 de julio de 2021

Melancolía.


                                                                                                                                    (Collage: Lily Gar).

Saber como estaba, era lo único que ella quería. Al comienzo intentó averiguarlo por amigos comunes, personas cercanas, las que aun conservaban el vínculo con ambos. Todo de manera muy discreta, sin profundizas demasiado, volando de manera tangencial sobre su deseo, para no quedar en evidencia ni al descubierto. Fue casi nada lo que pudo averiguar. No fue mucho lo que logró saber. Totalmente insuficiente, ella deseaba más. Luego fue ampliando el radio y las noticias fueron peores, más difusas, improbables, le contaron cosas que tenían muchos años. Cosas que ella conocía desde siempre. Entonces al año que llevaba sin verlo, le sumó tres meses de pesquisas inútiles, desalentadoras. Saber como estaba, era lo único que ella buscaba. Decidió dar un paso más y arriesgar, subir un escalón en la escala hacia la peligrosa obsesión. Comenzó a frecuentar lugares en los cuales sabía que podía encontrarlo. Recitales, la feria de los domingos, puestas de sol y algunos de los bares que ambos amaban ir. Siempre desde lejos, espiando, sin dejarse ver demasiado, sin pisar el lodo de la angustia. En esos engaños y trampas al solitario paso otro mes largo sin más resultado que su angustia en progreso. Habían vivido muchos años juntos, el mundo y la ciudad se habían transformado demasiado. Todo era diferente, las plazas, las calles, las maneras del amor. En sus labios lejanos se había descascarado el tiempo. Ella había rebasado muchas fronteras inundando lugares ciegos y ocultos. Sus ojos eran otros ojos y en eso la vida era un poco mejor. Pero ella estaba sola e intranquila, no por no tenerlo, no por no saberlo, sino por sus propias carencias y olvidos, sus propios agujeros negros. Estaba insistiendo en florecer bajo el árbol reseco del recuerdo.

Una tarde de esas, sentada en uno de aquellos bares, decidió que ya era suficiente. Que la tierra giraba, que las cicatrices siguen el curso de la piel, y que las fotos no son las mismas, no se repiten a través de los años. Todo cambia, todo se transforma y aunque se paren en el mismo sitio, repitiendo la misma ubicación, en la misma pose, en el mismo espacio, aunque fuese una pared pintada de blanco, la foto no es la misma. Las horas y el aire ya nada contienen de aquello.

Y ahí...lo vio venir, cruzando nervioso la calle, encendiendo un cigarrillo, esquivando autos, mezclándose entre el tráfico enloquecido, atravesando con luz roja, hermoso e impaciente. Como siempre. Él no la vio. Ella supo, entonces, que él estaba bien. Lo supo por sus gestos, en su manera de expulsar el humo, por los colores de sus ropas, por la manera de moverse y por esa inequívoca manera de llevarse el mundo por delante.

Ella terminó su copa, pidió la cuenta. Con ese simple gesto rompió la cadena y cayeron sus hojas secas. Después de dejar la silla, caminando lentamente, se perdió en el tráfico de gente.  

 

fino.

 

Julio 2021.



viernes, 2 de julio de 2021

Más que a Juan.

 

         

                                        A: Juan Carlos Onetti.                        


Todos los días, todas las noches Juan fumaba y leía, bebía y leía inmerso en su cama hundida. Vagabundeaba sobre el humo azulado de un interminable cigarrillo, desterrado en las ausencias de un viaje perpetuo hacia Santa María.

Cargó con miles de hijos, con miles de hermanos que como fantasmas vivieron hurgando en su papelera. Juan vivía invisible y solitario enfrentando los cerrojos, el miedo y la locura en un hospital sin cadenas, encadenado. Desde esa quietud, ladeado y gastado fue resistiendo sin lanza ni escudo algún tétrico capítulo del Quijote, masticando el tic terco de su boca, embriagándose de letras disueltas en litros de whisky aguado. Tenía grabado a fuego en sus ojos los caminos del eterno enamorado, el sarcasmo de los vientos del sur y las heridas silenciosas de los libros quemados. Mostraba solo la mitad de lo que imaginaba al tiempo que vomitaba palabras sobre papeles sedientos, sembrando panes y peces en un mundo hambriento. Sorbo a sorbo y sin llaves se fue bebiendo los contornos de su ángel de amor, escuchando a través de la pared los pasos que lo alejaban de un mundo en que prometió no volver a confiar. Y nos regaló que no solo hay dos caras en la luna, que no son solo cinco los sentidos cuando el monstruo mueve su cola y no reparte nada de lo que le sobra.

Juan podía ser una caricia salvadora o un golpe irremediable al mentón, un reloj marcando el tiempo bajo el agua, dentro del fuego, o en la soledad de la selva. ¿Nos volverá el alma al cuerpo? Si.

Su fuerza aplastó miserias y certezas con un revolver de juguete mientras nos apuntaba a la cabeza.

Juan abría caminos con engañosa melancolía, sobre el misterio gris de la vida. Juan es Juan. Juan fue Juan en la tierra de la eterna queja.

 

 

fino.                                                          ( LiLy Gar - Collage.)

                                                                            Gracias Lily.


Julio 2021.

jueves, 1 de julio de 2021

La Cena de los Rotos.

                                                                        


 

                                                                                                                             (Para Leo Vidal)

Era tan peligroso como botellas destrozadas sobre un piso a oscuras. Los ojos inyectados en sangre mirando descontrolado hacia todos lados y con la impotencia pesando sobre cada centímetro de su cuerpo, era una carga furiosa sin canalizar. Gonzo rebotaba entre las sombras de la calle y con unas ganas inmensas de llorar, aunque sin que lo notase algunas gotas saladas recorrían su cara. No los había visto llegar por la espalda, tampoco los escucho, cuando quiso reaccionar ya había recibido el culatazo en la cabeza y sentía el frío helado de la pistola sobre la sien. Una violencia desproporcionada para quien caminaba solo por una calle conocida y se ve enfrentado a tres seres hambrientos de sangre o dinero. El tema no era el walkman ni los auriculares o el poco dinero que tenía en el bolsillo, el asunto era la angustia, la imposibilidad de respirar, el sentirse abusado, la invasión y el acoso por algo que de todas formas iban a conseguir. Por eso, ahora, Gonzo también era peligroso, porqué todo había pasado rapidísimo, porqué estaba furioso y fuera de si. Había sido apenas un minuto y mil horas en segundos. Otra vez estaba solo, en esa misma calle, tres minutos después. Recién ahí pudo pensar y repasar como una película veinte veces vista y en cámara lenta, esas caras desfiguradas, el dolor del golpe, los gritos, el arrebato de los objetos que le manotearon en menos de lo que dura un parpadeo. Caminó a toda velocidad hacia la casa de un amigo, a dos cuadras, le pidió a los gritos un palo, una cuchilla, un martillo, cualquier cosa que sirviera como arma. Y ante el asombro de su amigo por ese pedido histérico también él respondió con violencia, Gonzo vomitó voz en cuello sus minutos anteriores pero, esta vez, como si él fuese uno de los ladrones. Danilo, su amigo, solo atinó a darle el mango de una azada rota que estaba en un rincón de su jardín. Gonzo salió corriendo hacia la calle donde lo habían robado y siguió el camino por el que huyeron los ladrones. Intuía desde donde y hacia donde se habían ido. El barrio era el barrio y casi todos se conocían. Danilo lo fue siguiendo a media cuadra de distancia con otro amigo que se habían sumado en el torbellino de la noticia, que ya había corrido como una ola espontánea. Subió por Gambetta y se metió sin pensarlo en la boca del lobo del cantegril. Dos locatarios bebían de una botella oscura sentados en el cordón de una vereda, al reconocerlo y viéndolo llegar con un palo en la mano le gritaron:                                          

-¿Qué pasa Gonzo? ¿Estás de cacería?

-Dejate de casería. ¿No vieron a unos que vinieron de volanta?

-¿Por acá? ¿Tas seguro?

-Si por acá, no se hagan los pelotudos. Me la dieron mal y estoy seguro que se metieron acá.

Atrás de Gonzo llegaban sus amigos, intentaron contenerlo y protegerlo.

-Pará Gonzo, pará. Vamos al rancho del Picana y hablamos con él, no te metas más adentro, va a ser peor. Aguantá lo moto, no marques bobera.

En un segundo que Gonzo se detuvo, sus amigos pudieron convencerlo, no sin discusiones y forcejeos. Todos terminaron en el rancho del Picana quien abrió la puerta antes que ellos llegaran, pues los ruidos de las voces eran como sirenas desbocadas anunciando el entrevero.

-¿Qué pasó gurisada? –preguntó el Picana mientras los tres amigos se metían en su rancho, como tantas veces.

-Le dieron al Gonzo en Haig y se metieron corriendo para acá –contó Danilo.

-¿Viste quienes fueron Gonzo? –dijo Picana.

-No reconocí a ninguno, pero para meterse acá tienen que saber por dónde caminan. Si los agarro los mato, te juro. Me pegaron mal, me dieron un culatazo en la cabeza. Estaban bien de vivos, me suena que me entregaron. Cuando salieron disparando a la carrera, me pareció ver a otro que los esperaba en la esquina. No quiero ser botón, ni apuntalar al pedo… pero a ese si lo conozco.

-¡Vero! –gritó el Picana.

De su cuarto salió Verónica, su compañera, acomodándose la ropa.

Ella los miró a todos en un barrer de sus ojos oscuros y saludó con un gesto apagado al tiempo que encendía un cigarrillo.

-¿Perdiste Gonzo? ¿Te lastimaron mucho? –preguntó ella esbozando un poco de cariño y lástima –Si son de acá son unos hijos de puta, con ustedes no da.

-Andá hasta lo del Tesoro. Si pasó algo y andan por acá el ya debe saber –le ordenó el Picana a su mujer, que sin decir nada más desapareció como una sombra en la oscuridad con solo atravesar la puerta del rancho.

-Siéntense –dijo Picana mientras sacaba una botella de cerveza fría de una heladera de espuma plast, llena de botellas y hielo que había bajo de una mesa que ocupaba la mitad de una de las cuatro paredes de la pieza. Una pieza que hacía las veces de comedor y cocina. Todos se acomodaron donde pudieron, en sillas, cajones y el Picana en un sillón destartalado que era el trono del dueño de casa.

-Me salieron por atrás y me rompieron la cabeza. Soretes de mierda. Si me roban, todo bien, pero me la dieron con saña. Con odio ¿Entendés? Nosotros nos portamos bien con todos, siempre en una buena. Cuando armamos algo acá no dejamos a nadie afuera. Son unos soretes.

-Eso no importa Gonzo. La mierda es mierda en todas partes, allá en las viviendas, en Pocitos o acá en el cante. No importa nada      –dijo el Picana pasando la botella y destapando la segunda –Aparte a ustedes hay una cantidad de bobos que les tienen envidia. No son de acá, las minas andan todas como taradas con ustedes. Les sacan el pan de la boca, se sienten menos ¿Sacás?

-Ta, pero si fuéramos nuevos te la llevo –dijo Danilo –pero llevamos años en la vuelta, No jodas loco. ¡Nos conocen todos Picana!

-Por eso mismo. Ustedes no entienden. Hay otras cosas. Ustedes tienen su onda, el porrito, la musiquita, el pelito y acá hay muñecos que no pueden ver más allá de la visera. Es como que patean el hormiguero.

Los amigos se miraban bebiendo en silencio, solo Gonzo tenía la vista clavada en el piso, repasaba una vez más lo vivido, lo que había sentido y revolvía su impotencia en un espiral que no se expandía tanto como para escaparse de su centro. Era una gota de aceite pesada formando una laguna dentro de un vaso de agua, sin escape. La puerta se abrió de improviso, era Verónica y traía en una de sus manos el walkman de Gonzo.

-Dice el Tesoro que del resto se olviden. Solo pudo rescatarles esto y solo porque son ustedes. Fueron los...

-¡Ta! ¡Ta! No digas nada. No digas nada –gritó Gonzo haciendo un ademán desesperado con las manos.

-Es así loco –dijo el Picana- dentro de poco no nos vamos a salvar ni nosotros. Están salados, ya no respetan nada. Antes te trompeabas y listo. Ahora te cagan a balazos si no les gusta tu cara. Se está pudriendo todo y no hay manera de volver atrás. Olvidate. Dejala por esa.

Fue un segundo el tiempo que le llevo a Gonzo terminar de un trago la botella de cerveza que tenía entre las manos. Recordó todas las noches de vino, de protección, de amistad y enseñanzas de las que se había nutrido en ese suelo que ahora pisaba. El creía formar parte, ser y respetar como pares a todos. Mientras despegaba sin ninguna resistencia la etiqueta empapada de la botella de cerveza, miró a Vero y dijo:

-Vero lleva el walkman al almacén del Perro Loco. Cambiáselo por un par de kilos de chorizos y una damajuana de cinco. Hacemos un fuego y a otra cosa mariposa.

El Picana, sacó otra cerveza helada, la destapo, se la acercó a su amigo y mientras le palmeaba la espalda lo consolaba en un ritual silencioso de disculpas y frustración. Salieron al pequeño patio en la entrada del rancho con la heladera a cuestas, rompieron unas tablas de un mueble destruido que esperaba desde hacía un tiempo su destino de leña. Encendieron un fuego en el piso de tierra, rodearon de piedras y ladrillos la parrilla añeja. Comenzaba la lenta fuga del rencor, la despedida odiada de otros tiempos al asumir que casi todo tiempo pasado fue mejor.

Corrió, con la luna y la noche en el cielo, más de una damajuana, más de un gancho de chorizos y más de veinte caras diferentes que entraban y salían de la cena improvisada entre risas y tristeza en las entrañas profundas del cante. 

 

 

fino.