jueves, 1 de julio de 2021

La Cena de los Rotos.

                                                                        


 

                                                                                                                             (Para Leo Vidal)

Era tan peligroso como botellas destrozadas sobre un piso a oscuras. Los ojos inyectados en sangre mirando descontrolado hacia todos lados y con la impotencia pesando sobre cada centímetro de su cuerpo, era una carga furiosa sin canalizar. Gonzo rebotaba entre las sombras de la calle y con unas ganas inmensas de llorar, aunque sin que lo notase algunas gotas saladas recorrían su cara. No los había visto llegar por la espalda, tampoco los escucho, cuando quiso reaccionar ya había recibido el culatazo en la cabeza y sentía el frío helado de la pistola sobre la sien. Una violencia desproporcionada para quien caminaba solo por una calle conocida y se ve enfrentado a tres seres hambrientos de sangre o dinero. El tema no era el walkman ni los auriculares o el poco dinero que tenía en el bolsillo, el asunto era la angustia, la imposibilidad de respirar, el sentirse abusado, la invasión y el acoso por algo que de todas formas iban a conseguir. Por eso, ahora, Gonzo también era peligroso, porqué todo había pasado rapidísimo, porqué estaba furioso y fuera de si. Había sido apenas un minuto y mil horas en segundos. Otra vez estaba solo, en esa misma calle, tres minutos después. Recién ahí pudo pensar y repasar como una película veinte veces vista y en cámara lenta, esas caras desfiguradas, el dolor del golpe, los gritos, el arrebato de los objetos que le manotearon en menos de lo que dura un parpadeo. Caminó a toda velocidad hacia la casa de un amigo, a dos cuadras, le pidió a los gritos un palo, una cuchilla, un martillo, cualquier cosa que sirviera como arma. Y ante el asombro de su amigo por ese pedido histérico también él respondió con violencia, Gonzo vomitó voz en cuello sus minutos anteriores pero, esta vez, como si él fuese uno de los ladrones. Danilo, su amigo, solo atinó a darle el mango de una azada rota que estaba en un rincón de su jardín. Gonzo salió corriendo hacia la calle donde lo habían robado y siguió el camino por el que huyeron los ladrones. Intuía desde donde y hacia donde se habían ido. El barrio era el barrio y casi todos se conocían. Danilo lo fue siguiendo a media cuadra de distancia con otro amigo que se habían sumado en el torbellino de la noticia, que ya había corrido como una ola espontánea. Subió por Gambetta y se metió sin pensarlo en la boca del lobo del cantegril. Dos locatarios bebían de una botella oscura sentados en el cordón de una vereda, al reconocerlo y viéndolo llegar con un palo en la mano le gritaron:                                          

-¿Qué pasa Gonzo? ¿Estás de cacería?

-Dejate de casería. ¿No vieron a unos que vinieron de volanta?

-¿Por acá? ¿Tas seguro?

-Si por acá, no se hagan los pelotudos. Me la dieron mal y estoy seguro que se metieron acá.

Atrás de Gonzo llegaban sus amigos, intentaron contenerlo y protegerlo.

-Pará Gonzo, pará. Vamos al rancho del Picana y hablamos con él, no te metas más adentro, va a ser peor. Aguantá lo moto, no marques bobera.

En un segundo que Gonzo se detuvo, sus amigos pudieron convencerlo, no sin discusiones y forcejeos. Todos terminaron en el rancho del Picana quien abrió la puerta antes que ellos llegaran, pues los ruidos de las voces eran como sirenas desbocadas anunciando el entrevero.

-¿Qué pasó gurisada? –preguntó el Picana mientras los tres amigos se metían en su rancho, como tantas veces.

-Le dieron al Gonzo en Haig y se metieron corriendo para acá –contó Danilo.

-¿Viste quienes fueron Gonzo? –dijo Picana.

-No reconocí a ninguno, pero para meterse acá tienen que saber por dónde caminan. Si los agarro los mato, te juro. Me pegaron mal, me dieron un culatazo en la cabeza. Estaban bien de vivos, me suena que me entregaron. Cuando salieron disparando a la carrera, me pareció ver a otro que los esperaba en la esquina. No quiero ser botón, ni apuntalar al pedo… pero a ese si lo conozco.

-¡Vero! –gritó el Picana.

De su cuarto salió Verónica, su compañera, acomodándose la ropa.

Ella los miró a todos en un barrer de sus ojos oscuros y saludó con un gesto apagado al tiempo que encendía un cigarrillo.

-¿Perdiste Gonzo? ¿Te lastimaron mucho? –preguntó ella esbozando un poco de cariño y lástima –Si son de acá son unos hijos de puta, con ustedes no da.

-Andá hasta lo del Tesoro. Si pasó algo y andan por acá el ya debe saber –le ordenó el Picana a su mujer, que sin decir nada más desapareció como una sombra en la oscuridad con solo atravesar la puerta del rancho.

-Siéntense –dijo Picana mientras sacaba una botella de cerveza fría de una heladera de espuma plast, llena de botellas y hielo que había bajo de una mesa que ocupaba la mitad de una de las cuatro paredes de la pieza. Una pieza que hacía las veces de comedor y cocina. Todos se acomodaron donde pudieron, en sillas, cajones y el Picana en un sillón destartalado que era el trono del dueño de casa.

-Me salieron por atrás y me rompieron la cabeza. Soretes de mierda. Si me roban, todo bien, pero me la dieron con saña. Con odio ¿Entendés? Nosotros nos portamos bien con todos, siempre en una buena. Cuando armamos algo acá no dejamos a nadie afuera. Son unos soretes.

-Eso no importa Gonzo. La mierda es mierda en todas partes, allá en las viviendas, en Pocitos o acá en el cante. No importa nada      –dijo el Picana pasando la botella y destapando la segunda –Aparte a ustedes hay una cantidad de bobos que les tienen envidia. No son de acá, las minas andan todas como taradas con ustedes. Les sacan el pan de la boca, se sienten menos ¿Sacás?

-Ta, pero si fuéramos nuevos te la llevo –dijo Danilo –pero llevamos años en la vuelta, No jodas loco. ¡Nos conocen todos Picana!

-Por eso mismo. Ustedes no entienden. Hay otras cosas. Ustedes tienen su onda, el porrito, la musiquita, el pelito y acá hay muñecos que no pueden ver más allá de la visera. Es como que patean el hormiguero.

Los amigos se miraban bebiendo en silencio, solo Gonzo tenía la vista clavada en el piso, repasaba una vez más lo vivido, lo que había sentido y revolvía su impotencia en un espiral que no se expandía tanto como para escaparse de su centro. Era una gota de aceite pesada formando una laguna dentro de un vaso de agua, sin escape. La puerta se abrió de improviso, era Verónica y traía en una de sus manos el walkman de Gonzo.

-Dice el Tesoro que del resto se olviden. Solo pudo rescatarles esto y solo porque son ustedes. Fueron los...

-¡Ta! ¡Ta! No digas nada. No digas nada –gritó Gonzo haciendo un ademán desesperado con las manos.

-Es así loco –dijo el Picana- dentro de poco no nos vamos a salvar ni nosotros. Están salados, ya no respetan nada. Antes te trompeabas y listo. Ahora te cagan a balazos si no les gusta tu cara. Se está pudriendo todo y no hay manera de volver atrás. Olvidate. Dejala por esa.

Fue un segundo el tiempo que le llevo a Gonzo terminar de un trago la botella de cerveza que tenía entre las manos. Recordó todas las noches de vino, de protección, de amistad y enseñanzas de las que se había nutrido en ese suelo que ahora pisaba. El creía formar parte, ser y respetar como pares a todos. Mientras despegaba sin ninguna resistencia la etiqueta empapada de la botella de cerveza, miró a Vero y dijo:

-Vero lleva el walkman al almacén del Perro Loco. Cambiáselo por un par de kilos de chorizos y una damajuana de cinco. Hacemos un fuego y a otra cosa mariposa.

El Picana, sacó otra cerveza helada, la destapo, se la acercó a su amigo y mientras le palmeaba la espalda lo consolaba en un ritual silencioso de disculpas y frustración. Salieron al pequeño patio en la entrada del rancho con la heladera a cuestas, rompieron unas tablas de un mueble destruido que esperaba desde hacía un tiempo su destino de leña. Encendieron un fuego en el piso de tierra, rodearon de piedras y ladrillos la parrilla añeja. Comenzaba la lenta fuga del rencor, la despedida odiada de otros tiempos al asumir que casi todo tiempo pasado fue mejor.

Corrió, con la luna y la noche en el cielo, más de una damajuana, más de un gancho de chorizos y más de veinte caras diferentes que entraban y salían de la cena improvisada entre risas y tristeza en las entrañas profundas del cante. 

 

 

fino.                                     

 

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