Todos los asientos estaban ocupados y la antesala, sudorosa, olía raro. El aire acondicionado musicalizaba la tensión del ambiente. Diez personas esperaban sentadas en bancos enfrentados, paralelos separados en dos filas de cinco en esa habitación de seis por cuatro. Las paredes blancas y solitarias, eran interrumpidas en su dureza por el aire mecánico colgado, casi tocando el techo en una de las paredes, en otra de las paredes un reloj y la foto lúgubre, amenazante, de una enfermera solicitando silencio desde su dedo índice formando una cruz con la boca. El calor, la impaciencia, el cansancio y aburrimiento eran la carga invisible de todos los que esperaban. Cada tanto se abría una de las dos puertas de la sala y una voz recitaba un apellido y un versito monocorde que todos conocían: solo media hora, luego debe retirarse. No había excepciones, nadie las pedía, fuese Gonzáles, Méndez, Martínez o Cruz, quien ingresaba asentían en silencio, atravesaba la sala y se perdía tras la puerta. En ese mismo instante, por la otra puerta ingresaba una nueva persona a ocupar el puesto libre completando la decena. Ese era el mecanismo, uno regresaba luego de media hora y otro ingresaba como recambio. Mecánico, todo mecánico. Hasta que dejó de serlo. La media hora se extinguió y Pereira, que había atravesado la puerta, no volvió a aparecer, como si se hubiese disuelto en las entrañas pegajosas de un monstruo. En ese momento de cambio, de los nueve que estaban esperando a ser llamados, ninguno se percató del leve movimiento en los ojos de la enfermera encuadrada en la pared, ni del sutil esbozo de sonrisa bajo el dedo prohibitivo que exigía silencio. Tampoco nadie notó el guiño rojo y fantasmal de la luz, que durante un micro segundo iluminó el techo. No se cruzaron miradas sospechosas, asombradas, tampoco hubo desconcierto cuando se escuchó la voz llamando desde la puerta semiabierta a Morales sin que nadie entrara por la otra puerta para ocupar el lugar vacante. Morales ingreso. Las miradas barrían el piso. Ahora eran ocho. Un hombre de sombrero negro de ala ancha estornudó y se llevó rápidamente la mano temblorosa y arrugada hacia la boca intentando, en su recorrido, atrapar los restos del aire encapsulado en burbujas diáfanas que flotaban alrededor de su cara. Una anciana de saco rojo movió sus ojos de este a oeste cinco veces seguidas buscando asegurarse que las personas a su lado aun respiraban. El ruido del aire acondicionado se fue alargando y frenando así el trajinar monótono del minutero en el reloj. Nadie sentía nada, ni sed, ni hambre. Perdidos en la sala, no percibían el paso de las horas. Solo el oxigeno alimentaba esos cuerpos. Y pensar, tampoco podían pensar. Sentados, rectos, cabizbajos y en transe. Esperaban su turno, sumisos, únicamente sabían que debían esperar que su apellido rebotase en las paredes, en el techo, en el cuadro, en el reloj, en el equipo de aire que, al influjo de su ruido, marcaba el ritmo de la espera. La inocua e indolora espera. No se percibió el nuevo y leve resplandor. El aparato de aire con su tos eléctrica aceleró la velocidad gomosa del aire. La puerta se entreabrió, Frones fue el siguiente en perderse tras la puerta que, insaciable, seguía modificando el paisaje. Ahora eran siete. Nadie habló, ni preguntó, la distancia entre los que aun esperaban se comprimía sin que lo notaran. Eran cuatro enfrentados a otros tres, envueltos en la ciénaga donde abandonaban todos los deseos. La sala acercaba cuerpos pero no almas, almas mudas y perdidas en un lugar donde los pensamientos rotos y desarticulados eran como entes flotando en una gravedad atornillada al techo. Nieves, seis, otro abandono en la espera cronometrada. Lentamente se adormecían las lenguas, los ojos, y las piernas se les iban hundiendo en el piso húmedo. Salerno, otro guiño rojizo en las fauces del cuadro incrustado en la pared que se movía mínima e implacable acercando los espacios sobrantes. Carmona. Regueira. Antúnez. La voz afectada salía detrás de la puerta y el ritmo cadencioso de la orden: solo media hora y luego debe retirarse, iba perdiendo sentido, Al fin de cuentas nadie salía. El tiempo no se detenía. Nadie regresaba, nadie entraba. El ojo de la cerradura reflejaba en el suelo una claridad que provenía desde el otro lado de la puerta y hacía sombra sobre el piso cada vez más cargado de agua, que las baldosas, ahora movientes, escupían desde sus uniones. Las paredes se fueron tiñendo más y más de rojo, eran en un puzzle asfixiante. El ruido monocorde del aire acondicionado comenzó a desparecer en el aire espeso de la sala de espera. La diferencia entre la puerta de entrada y la de salida se iba borrando, la luz que caía desde el ojo de la cerradura mostraba la diferencia, pero nadie lo notaba, esperaban, solo esperaban. Los ojos en blanco y negro de quienes quedaban se confundían en el cuadro, en el reloj, en el agua desparramada sobre el piso que se iba pigmentando de rojo. Bermúdez se hundió tras la puerta y en la última media hora, perdido en su espera Lemos, se olvidaba de vivir, como todos los que habían esperado. El aire acondicionado se retorció en un último suspiro, cuando dejó de funcionar. El reflejo del ojo de la cerradura se apagó sobre el agua colorida. El cuadro cayó al suelo formando pequeñas olas que rebotaron el la habitación de menos de dos metros cuadrados. El reloj explotó en silencio, se partió en mil pedazos y restos de arena fosforescente se esparcieron en el aire. En la cabeza de Lemos, casi a punto de explotar, nació el pensamiento de intentar respirar, de pensar en cosas que ya no pensaba durante esa espera inútil, estéril. ¿Que estaba haciendo? ¿Que estaba esperando en esa sala sofocante y maldita? Había olvidado a que había llegado hasta ahí y porqué se había sentado a dejar que el tiempo y las personas a su lado pasaran sin preguntar, sin hablar, sin mirar ni ser mirado. Estaba solo, aguardando que su apellido fuese pronunciado por una voz desconocida desde atrás de una puerta que ansiaba devorarlo, como a todos. Esos que en lapsos de media hora se perdieron entre chispazos rojos y macabros. En ese instante se resistió a ser tragado, picado y masticado. Su carne tenía precio, marca y etiqueta. Comprendió que su cuerpo y sus manos ya no producían las partículas necesarias para el desarrollo incesante y caníbal de la cadena vital. El era otro de los eslabones oxidados, sustituibles, perdidos y olvidados. Lemos vio el sutil reflejo rojizo y se negó a cerrar los ojos. Escuchó su nombre tras la puerta semiabierta de la habitación de tan solo un metro cuadrado. Se levantó de su asiento minúsculo y se dejó caer al suelo zambulléndose en el agua escarlata. Se dejó escapar entre las grietas de las baldosas quebradas evitando ser aniquilado tras la puerta, por la que todos cada media hora desaparecían.
fino.
Diciembre 2021.