jueves, 20 de mayo de 2021

Apagones.

 

                                                         


                 

 

Nunca fue tan valiente como para mentirse. Sentado en el sofá, con la sala a media luz y de espaldas a la persiana totalmente baja, decidió comenzar a hacerlo.

La puerta de calle permanecía cerrada y dentro de esa habitación sellada, Nicolás bebía vino de una copa atornillada a su mano izquierda. Paseó la mirada sobre sus tesoros que se desparramaban a borbotones desde repisas y paredes. Se acercó hasta una de las paredes, una que sostenía una veintena de cuadros con fotos de sus amigos, de sus momentos imborrables que se habían ganado el derecho a través de los años a ser enmarcados aunque, salvo él, nadie nunca se detenía a mirarlos. Dejó la copa en un estante de la biblioteca que compartía la otra mitad de la pared. Repasó esas fotografías, viajó a su pasado, hacia el origen de su noche.

Le costó aceptar, como siempre, que muchos de los retratados ya formaban parte del ayer. A su lado, y a un volumen exquisito, el equipo de audio le daba un poco de aire fresco al encierro. El eco de sus pulsaciones rebotaba por los cuatro rincones, sacudiendo sus sentidos, la quietud y la tristeza. Esas fotos eran ojos extraviados en la nuca de su vida. Desde la calle se colaban por resquicios y rendijas, ejércitos implacables de radioactivos megabytes, ondas invisibles que por su bien, según decían, intentaban sacarlo de un anclado trance primitivo. En la pared de la izquierda junto al rincón, calatheas, difenbaquias y drácenas rodeaban una lámpara de pie que desparramaba luz sobre una pintura con colores y formas extrañas que amaba con locura. Pero también amaba las vasijas de barro hechas a mano, los recuerdos de sus viajes y otros adornos que llenaban los espacios. Se sentó sobre la alfombra buscando paz y equilibrio. A su derecha lo sostenían vivo otras bibliotecas y un mueble de madera lustrada con puertas de vidrio que casi tocaban el techo donde acumulaba, catalogados por estilo, más de mil discos que mantenía a resguardo de polvo y de intrusos. Discos y libros que ocupaban mucho espacio y desbordaban sus cofres, pero que él se negaba a comprimirlos para guardarlos en un puño. Todo cambio tiene un precio y no estaba dispuesto a pagarlo con el asco de un sonido apagado y frágil. Desde las bibliotecas, los lomos coloridos de cientos de libros le susurraban frases y momentos. Se levantó, eligió uno al azar y al sostenerlo en la mano, se abrió en una página que alguna vez remarcó.

Leyó, decodificó, transpiró, respiró.

Todo lo que poseía en esa habitación lo habían traído a este instante, y todo eso era lo que lo impulsaba. Él era todo eso. Necesitaba ir más lento, necesitaba detenerse a moldear cada hora nueva, cada nuevo minuto. Entre esas cuatro paredes la telaraña del camino le dejaba ver todo lo que había atrapado, todo lo que lo movilizaba y expandía.

Era por su bien y eso también estaba claro.

Volvió a sentarse en la alfombra azul que hacía contraste con el cielo raso blanco. Sobre la mesa ratona, en el centro de la habitación, velas encendidas de diferentes tamaños y colores proyectaban sombras difusas en el techo.

Y el momento llegó. Los sahumerios, otra copa de vino y otro disco y otro libro al azar para apartarlo del mundo hostil, del “ahí afuera”. Este era su lugar en el mundo. Y así, mientras bebía acorazado por la música, siguió mintiéndose, pensando que nada sucedía, que no lo afectaban los neutrones de tarjetas sd, ni el canibalismo post-ansiedad. Se mentía pensando que solo estaba intentando escaparse del inexorable paso del tiempo. A todas luces el dolor lo iba vistiendo de introspección. Sin furia y con tranquilidad descolgó el peso de su cuerpo de la masa de mil quinientos kilowatts, de las fibras milimétricas, de zonas conectadas y de los pulgares lacerantes.

Decidió apagar el celular, para siempre.

 

 

fino.

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